Eduardo Arroyo en elsemanaldigital.com, publica un artículo serio y bien enfocado sobre el aborto, un asunto que a fuerza de repetido parece que nos hastía, nos cansa. Algo parecido nos pasa con las imágenes de los niños en África muriéndose de hambre con moscas en la cara, nos las queremos quitar de en medio, no verlas, no pensar en ellas, practicar la táctica del avestruz… Pero no está de más dedicar unos momentos de atención a un tema en el que incluso puede que nos estemos jugando el futuro de la humanidad.
Yo abjuro de lo “políticamente correcto” que aflora incluso en nuestro lenguaje: a matar a un niño no nacido se le llama “interrupción involuntaria del embarazo”, es ridículo, sería incluso risible si no fuera por la terrible realidad que expresa. Es lo mismo que llamar a un asesino un “interruptor de la vida”…
En marzo de 1970, el presidente Richard Nixon firmó una ley estableciendo la «Commission on Population Growth and the American Future», más conocida como la «Comisión Rockefeller», por estar presidida por John D. Rockefeller III. Esta comisión presentó un informe un par de años después que se conocería como «Rockefeller Commission Report on U. S. Population». Las directrices ahí establecidas serían una especie de ley no escrita para la totalidad del planeta, especialmente para el mundo occidental.
En la segunda parte del texto, en el epígrafe del aborto, se decía que «con la advertencia de que el aborto no puede considerarse el principal método de control de la fertilidad, la Comisión recomienda que el presente estatus jurídico de restricción del aborto sea liberalizado de acuerdo a las directrices del estatuto de Nueva York, de modo que el aborto sea realizado a petición, por médicos cualificados y bajo condiciones de seguridad sanitaria. Para llevar a cabo esta política, la comisión recomienda que los gobiernos locales, federales y estatales dispongan de fondos para la prestación del aborto en estados donde se haya liberalizado y que el aborto sea incluido específicamente entre los beneficios de los seguros médicos tanto públicos como privados».
Tras este informe la política norteamericana en torno al aborto giró ciento ochenta grados y la sociedad de aquél país, a través de medios de comunicación y de los políticos que actuaban de portavoces, comenzó a considerar el aborto, no como una práctica médica censurable, sobre la que en el mejor de los casos cabía la reserva ética, sino como un «derecho». Tácitamente, el debate planteado se fue poco a poco situando, como en los países europeos, en dos planos claramente diferenciados: uno hacía del aborto una cuestión ética a discutir desde posiciones filosóficas por los profesionales sanitarios. Otro, en cambio, obviaba este debate para plantearlo desde el punto de vista de los «derechos». Así, el aborto no liberalizado era un «derecho» que se estaba denegando a las mujeres, secularmente oprimidas por «el patriarcado».
Como consecuencia, dentro del ámbito de la lucha política se ha silenciado casi por sistema la posición anti-abortista centrada en la cuestión de dónde está la vida humana, de modo que los sectores «progresistas» hacen aparecer a los «conservadores» antiabortistas como enemigos de «los derechos de las mujeres». En la época de la libertad como propaganda, hay solo una delgada línea entre el que niega derechos y el estereotipo del dictador, opresor, «fascista», etc. El entorno ideológico creado por la propaganda «progresista», que cuelga etiquetas de «buenos» y «malos» según conveniencia, hace el resto.
Pese a que las cosas han salido bastante redondas para los defensores del aborto –por ejemplo, las cifras del Ministerio de Sanidad revelan el aumento meteórico de los mismos desde la aprobación de la ley en nuestro país- salta a la vista la estrategia de debate puramente ideológica, oportunista e interesada, conducida por los defensores del aborto. Sería necio negar que cuando no se ha mantenido el debate sobre el papel central de a vida humana y cuando ni siquiera se ha resuelto esta cuestión, no puede pasarse racionalmente al nivel de los «derechos».
Hay algo oscuro en todo este asunto que queda incluso más allá de la perversión del asesinato impune de inocentes. Y es que no puede deslindarse el problema del aborto en sí de la incidencia social de este fenómeno, de su incidencia en la demografía de la comunidad. Así, en los países occidentales el aborto, caso extremo de las políticas antinatalistas propias del patológico individualismo liberal, tiene el efecto de limitar primero y disminuir después la tasa de renovación generacional de la población. Una sociedad que no se renueva ni crece sencillamente no es viable ni desde el punto de vista económico ni desde el punto de vista histórico. Esto, obviamente, no implica una consideración puramente economicista del fenómeno del aborto y tampoco implica soslayar la gravísima cuestión moral.
Simplemente se pretende apuntar que el aborto es un tema de enorme calado y no exclusivamente una cuestión de ética individual. La consecuencia primera es que para mantener las «prestaciones sociales» los políticos se ven abocados a renovar a los no-nacidos con inmigrantes que, claro está, por su condición consustancial de precarios carecen de los esos mismos «derechos» que se reivindican. La situación así generada se normaliza y ya no vuelve atrás. La reclamación de esos derechos por parte de sindicatos y partidos de izquierda –totalmente domesticados y al servicio del poder- no puede evitar la precarización progresiva de los trabajadores asociada a una demografía que implosiona cada vez más.
De este escenario deben deducirse dos conclusiones. Primero, que la discusión en torno al aborto está claramente sesgada en un sentido interesado, e interesado al más alto nivel. Segundo, que el bando «progresista» está llevando a cabo una política en torno al aborto en evidente consonancia con los intereses del capital global; una línea que, dicho sea de paso, es la misma que recriminan a los partidos supuestamente conservadores. En este sentido, es preciso subrayar que puede hablarse de políticos concretos comprometidos con las tesis anti-abortistas pero partidos políticos, lo que se dice «partidos políticos», no hay ninguno.
Por último, cabe añadir, a modo de corolario, que la comisión de «expertos» recientemente designada por un personaje como la ministra Aído, símbolo claro de la degradación de la clase política española, no es sino una parodia de lo que debería ser un debate realmente serio y evidencia el grado de decadencia intelectual del entorno académico.
Así, la lucha contra el aborto es una lucha en contra de la visión economicista de la vida humana que reina sin discusión a un lado y otro del espectro político; se trata de una lucha por la visión del mundo. Por todo ello, si algún «apestado» de los tiempos que corren –de esos que el entorno «progresista» estigmatiza con la cantinela ridícula de la «extrema derecha» y que erizan el vello de nuestros hipócritas neo-censores- adujera argumentos como los que aquí presentamos, es posible que los medios pudieran relegarle una vez más al ostracismo radical, tal y como suele ocurrir. Pero solo eso salvaría a un puñado de ignorantes al servicio del poder de atacar argumentos que ponen a cada uno en su sitio. Muchos creemos que, como ha dicho hace poco Pedrojota Ramírez, «al final la racionalidad siempre se abre camino».
Eduardo Arroyo