LEOPOLDO ABADÍA. Antonio, Santo Tomás y mi vecino.

santo-tomas-de-aquino

Me desconcierta ver cómo dirigen algunos. A golpe de declaraciones, importándoles poco si lo que dicen hoy es lo contrario de lo que dirán mañana, comprando páginas en algunos periódicos para que hablen maravillas de sus frecuentes meteduras de pata.

 

Después de varias semanas, hoy vuelvo a desayunar con mi vecino de San Quirico. Como llevamos tiempo sin vernos, primero nos ponemos al día. Curiosamente, yo no he tenido ningún nieto en este mes. Él, tampoco. Me habla de su negocio, que, gracias a una bendita diversificación que hicieron hace unos años, está capeando bien el temporal.

 

Él dice que es gracias a la diversificación y a su gente, que trabajan horas y horas, como hace él. Que le ha hecho gracia eso de que hay que ir a la semana laboral de 4 días. Dice, riéndose, que a él le gustaría más la de 0 días, porque entonces, si entrase por casualidad un euro, la productividad sería infinita (se acuerda de que 1 dividido por 0 es igual a infinito.) Tiene dudas, sin embargo, si con el euro ese podría dar de comer a todos los que trabajan, incluido él.

 

Mientras habla y me cuenta cómo dirige, me acuerdo de Antonio, el primer jefe que tuve. ¡Qué sorpresa! Han pasado 40 años y mi vecino me explica un procedimiento de dirigir que es igual que el de Antonio. Diría que lo ha copiado, pero me parece que Antonio no escribió aquello y que, aunque lo hubiera escrito, mi amigo no lo habría leído. Y si lo hubiera leído, habría pensado que no merecía la pena escribirlo, porque era de sentido común.

 

Pues no lo es, a juzgar por lo que se ve por ahí.

 

Mi vecino tiene 10 personas que dependen directamente de él. (Antonio tenía 7.) Una vez al año, en el mes de Octubre, se va con su gente a desayunar al restaurante donde mi mujer y yo vamos los sábados. El desayuno es potente, como Dios manda. Los bocadillos de jamón (ibérico) desaparecen rápidamente. El vino, también. Luego, café para todos, una copa de Cardhu y, como ya son las 11, ¡a trabajar!. Mi vecino dice que con el estómago lleno, se discurre mejor. Cuando necesita un testimonio de autoridad, dice que Santo Tomás de Aquino decía aquello de “Primum vivere, deinde philosophare”. Supongo que no lo dijo Santo Tomás, pero a mi vecino le da lo mismo.

 

Lo que viene a continuación, no tiene nada de philosophare, en el sentido peyorativo de la palabra. Allí repasan lo que han hecho, ven cómo pinta el resto del año y plantean lo que van a hacer el año que viene.

 

Mi amigo se cae de risa cuando le dicen que eso se llama “Jornada de reflexión estratégica”. No le digo que Antonio le llamaba así, para no desprestigiar al pobre Antonio, que, por supuesto, tenía -y tiene- un prestigio muy gordo, que, si no fuera por mi atávico horror a las cursiladas, calificaría de “inmarcesible”.

 

Llega la hora de comer, y mi amigo y su gente comen normal, o sea, abundantemente. Vuelta al café, vuelta al Cardhu y a trabajar, siguiendo la doctrina más o menos apócrifa de Santo Tomás.

 

Hacia las 7, acaban. Según mi vecino, a esa hora tienen las cosas claras. Uno ha hecho de secretario y ha apuntado en una libreta lo que se ha decidido. Y, además, ha apuntado lo que tiene que hacer cada  uno a lo largo del año.

 

Si mi amigo supiera que, a esto, Antonio le habría llamado “Formalización de la Estrategia y Establecimiento de la Estructura de Dirección”, escribe a Harvard y pide que le expidan, a su nombre, un título de Doctor Cum Laude.

 

Mi vecino dice que, como todos tienen claro dónde quieren que vaya la empresa y lo que tiene que hacer cada uno, para él es muy fácil dirigir. Todos los días despacha una hora con una persona sobre el encargo que tiene aquel señor o aquella señora, y, poco a poco, va coordinando a todos y empujándoles en la dirección de lo que acordaron.

 

Cada tres meses, nueva Jornada de reflexión estratégica, en el mismo sitio y con el mismo Orden el Día, que sólo cambia en función de las temporadas: alcachofas si es tiempo de alcachofas, caza si es tiempo de caza,…por supuesto, siempre Cardhu, que no conoce temporadas.

 

Mi vecino da por supuesto que nadie hace la guerra por su cuenta, que nadie pone zancadillas al prójimo (“para evitar eso estoy yo”, me dice), que nadie habla más de la cuenta (“para evitar eso, estoy yo”,  me dice), que todos saben que cuando toman una decisión afecta a los demás y a la Estrategia de la empresa.

 

Y él lo resume, diciendo: “¡Qué fácil es dirigir! Yo pensaba que lo hacían todos así, porque es de sentido común. Pensaba que la única diferencia es que las empresas grandes, y los gobiernos, necesitarían restaurantes más grandes, pero tampoco tanto. Porque, al final, ¿cuántos Ministros hay en el Gobierno?” Le digo que 17. (Me contesta: “¿Tantos? ¿Y qué hacen?”).

 

Y piensa que dirigir a 17 es más o menos como dirigir a 10. Y sigue rumiando: “Claro, que si le cojo a uno de los míos haciendo declaraciones a los periódicos, me oye”. (Cuando mi amigo dice “me oye”, os puedo asegurar  que ese a quien se le ha ido la lengua le oye.)

 

Esto de dirigir tampoco es tan difícil. Pero hay que evitar varias cosas:

 

  1. Que como tú vales poco, te rodees de gente que valga menos que tú, para disimular.
  2. Que, como tú vales mucho, te rodees de gente que valga menos que tú, para sobresalir.
  3. Que esa gente, si se va de tu empresa, no tenga dónde ir (mi amigo dice “no tenga dónde caerse muerto/a”) y, en consecuencia, se agarre a su silla y ponga zancadillas a todo el que piense que se la puede quitar.
  4. Que esa gente tenga ambiciones de sustituirte, a ti, que eres su jefe (cosa impensable en el caso de mi amigo)
  5. Que esa gente hable y hable y hable a toda persona que se le ponga a tiro y que, como tiene que hablar mucho, al final pierde el oremus y no sabe lo que dice.

 

Mi vecino dice que conoce empresas de la zona que son jaulas de grillos. Que no sabe cómo se dice en inglés, porque lo de “Grillos´ cage” le suena macarrónico).

 

Y que si alguien se atreviera a dirigir, no a hacer politiquilla desde que se levanta hasta que se acuesta, ambos inclusive, sería más fácil que pudiéramos saber cómo lo hace. Porque:

 

  1. Podríamos comparar lo que está haciendo con lo que dijo que haría.
  2. Podríamos comprobar si el equipo es un equipo, o una cuadrilla, en la que cada uno va a lo suyo.
  3. Podríamos comprobar si se ganan el sueldo.
  4. Podríamos comprobar si se ganan el bonus de final de año. (Mi amigo dice “el sobre”.)
  5. Podríamos comprobar si son buenos profesionales y no buenos publicistas de sí mismos

 

Y me acuerdo otra vez de Antonio, porque estamos llegando a nuestro Cardhu particular. Hoy he escrito tres servilletas. Mi vecino, una, cuando le contaba cosas de Antonio.

 

Cuando nos vamos, me dice: “Ese Antonio, debía ser listo, ¿verdad?”

 

Pues sí, era listo. Pero eso era lo de menos. Lo “de más” era:

 

  1. Que quería a la gente.
  2. Que, como consecuencia, exigía mucho.
  3. Que el que más trabajaba era él.
  4. Que hacía equipo.
  5. Que se ilusionaba viendo crecer, humana y profesionalmente, a su gente.
  6. Que dedicaba horas y horas (o sea, kilos de paciencia y alguna tonelada que otra) a formar a la gente en un trabajo bien hecho

 

Al llegar aquí, mi amigo me corta y me dice: “O sea, como XX, no?”

 

No.

Anuncio publicitario

LA DOLOROSA PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO (XII)

jesus-ante-pilatos-02XI. Jesús conducido a presencia de Pilatos

Condujeron al Salvador a Pilatos por en medio de la parte más frecuentada de la ciudad. Caifás, Anás y muchos miembros del gran Consejo marchaban delante con sus vestidos de fiesta; los seguían un gran número de escribas y de judíos, entre los cuales estaban todos los falsos testigos y los perversos fariseos que habían tomado la mayor parte de la acusación de Jesús. A poca distancia seguía el Salvador, rodeado de soldados. Iba desfigurado por los ultrajes de la noche, pálido, la cara ensangrentada; y las injurias y los malos tratamientos continuaban sin cesar. Habían reunido mucha gente, para aparentar su entrada del Domingo de Ramos. Lo llamaban Rey, por burla; echaban delante de sus pies piedras, palos y pedazos de trapos; se burlaban de mil maneras de su entrada triunfal. Jesús debía probar en el camino cómo los amigos nos abandonan en la desgracia; pues los habitantes de Ofel estaban juntos a la orilla del camino, y cuando lo vieron en un estado de abatimiento, su fe se alteró, no pudiendo representarse así al Rey, al Profeta, al Mesías, al Hijo de Dios. Los fariseos se burlaban de ellos a causa de su amor a Jesús, y les decían: «Ved a vuestro Rey, saludadlo. ¿No le decís nada ahora que va a su coronación, antes de subir al trono? Sus milagros se han acabado; el Sumo Sacerdote ha dado fin a sus sortilegios»; y otros discursos de esta suerte. Estas pobres gentes, que habían recibido tantas gracias y tantos beneficios de Jesús, desmayaron ante tan terrible espectáculo que les daban las personas más reverenciadas del país, los príncipes, los sacerdotes y el Sanedrín. Los mejores se retiraron, dudando; los peores se juntaron al pueblo en cuanto les fue posible; pues los fariseos habían puesto guardias para mantener algún orden.

 

jesus-ante-pilatos

 


Eran poco más o menos las seis de la mañana, según nuestro modo de contar, cuando la tropa que conducía a Jesús llegó delante del palacio de Pilatos. Anás, Caifás y los miembros del Consejo se pararon en los bancos que estaban entre la plaza y la entrada del tribunal. Jesús fue arrastrado hasta la escalera de Pilatos, quien estaba sobre una especie de azotea avanzada. Cuando vio llegar a Jesús en medio de un tumulto tan grande, se levantó y habló a los judíos con aire de desprecio. «¿Qué venís a hacer tan temprano? ¿Cómo habéis puesto a ese hombre en tal estado? ¿Comenzáis tan temprano a desollar vuestras víctimas?». Ellos gritaron a los verdugos: «¡Adelante, conducidlo al tribunal!»; y después respondieron a Pilatos: «Escuchad nuestras acusaciones contra ese criminal. Nosotros no podemos entrar en el tribunal para no volvernos impuros». Los alguaciles hicieron subir a Jesús los escalones de mármol, y lo condujeron así detrás de la azotea desde donde Pilatos hablaba a los sacerdotes judíos. Pilatos había oído hablar mucho de Jesús. Al verle tan horriblemente desfigurado por los malos tratamientos y conservando siempre una admirable expresión de dignidad, su desprecio hacia los príncipes de los sacerdotes se redobló; les dio a entender que no estaba dispuesto a condenar a Jesús sin pruebas, y les dijo con tono imperioso: «¿De qué acusáis a este hombre?». Ellos le respondieron: «Si no fuera un malhechor, no os lo hubiéramos presentado». – «Tomadle, replicó Pilatos, y juzgadle según vuestra ley». Los judíos dijeron: «Vos sabéis que nuestros derechos son muy limitados en materia de pena capital». Los enemigos de Jesús estaban llenos de violencia y de precipitación; querían acabar con Jesús antes del tiempo legal de la fiesta, para poder sacrificar el Cordero pascual. No sabían que el verdadero Cordero pascual era el que habían conducido al tribunal del juez idólatra, en el cual temían contaminarse. Cuando el gobernador les mandó que presentasen sus acusaciones, lo hicieron de tres principales, apoyada cada una por diez testigos, y se esforzaron, sobre todo, en hacer ver a Pilatos que Jesús había violado los derechos del Emperador. Le acusaron primero de ser un seductor del pueblo, que perturbaba la paz pública y excitaba a la sedición, y presentaron algunos testimonios. Añadieron que seducía al pueblo con horribles doctrinas, que decía que debían comer su carne y beber su sangre para alcanzar la vida eterna. Pilatos miró a sus oficiales sonriéndose, y dirigió a los judíos estas palabras picantes: «Parece que vosotros queréis seguir también su doctrina y alcanzar la vida eterna, pues queréis comer su carne y beber su sangre». La segunda acusación era que Jesús excitaba al pueblo, a no pagar el tributo al Emperador. Aquí Pilatos, lleno de cólera, los interrumpió con el tono de un hombre encargado especialmente de esto, y les dijo: «Es un grandísimo embuste; yo debo saber eso mejor que vosotros». Entonces los judíos pasaron a la tercera acusación. «Este hombre oscuro, de baja extracción, se ha hecho un gran partido, se ha hecho dar los honores reales; pues ha enseñado que era el Cristo, el ungido del Señor, el Mesías, el Rey prometido a los judíos, y se hace llamar así». Esto fue también apoyado por diez testigos. Cuando dijeron que Jesús se hacía llamar el Cristo, el Rey de los judíos, Pilato pareció pensativo. Fue desde la azotea a la sala del tribunal que estaba al lado, echó al pasar una mirada atenta sobre Jesús, y mandó a los guardas que se lo condujeran a la sala. Pilatos era un pagano supersticioso, de un espíritu ligero y fácil de perturbar. No ignoraba que los Profetas de los judíos les habían anunciado, desde mucho tiempo, un ungido del Señor, un Rey libertador y Redentor, y que muchos judíos lo esperaban. Pero no creía tales tradiciones sobre un Mesías, y si hubiese querido formarse una idea de ellas, se hubiera figurado un Rey victorioso y poderoso, como lo hacían los judíos instruidos de su tiempo y los herodianos. Por eso le pareció tan ridículo que acusaran a aquel hombre, que se le presentaba en tal estado de abatimiento, y de haberse tenido por ese Mesías y por ese Rey. Pero como los enemigos de Jesús habían presentado esto como un ataque a los derechos del Emperador, mandó traer al Salvador a su presencia para interrogarle. Pilatos miró a Jesús con admiración, y le dijo: «¿Tú eres, pues, el Rey de los judíos?». Y Jesús respondió: «¿Lo dices tú por ti mismo, o porque otros te lo han dicho de mí?». Pilatos, sentido de que Jesús pudiera creerle bastante extravagante para hacer por sí mismo una pregunta tan rara, le dijo: «¿Soy yo acaso judío para ocuparme de semejantes necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te han entregado a mis manos, porque has merecido la muerte. Dime lo que has hecho». Jesús le dijo con majestad: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuese de este mundo, yo tendría servidores que combatirían por mí, para no dejarme caer en las manos de los judíos; pero mi reino no es de este mundo». Pilatos se sintió perturbado con estas graves palabras y le dijo con tono más serio: «¿Tú eres Rey?». Jesús respondió: «Como tú lo dices, yo soy Rey. He nacido y he venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz». Pilatos le miró, y dijo, levantándose: «¡La verdad! ¿Qué es la verdad?». Hubo otras palabras, de que no me acuerdo bien. Pilatos volvió a la azotea: no podía comprender a Jesús; pero veía bien que no era un rey que pudiera dañar al Emperador, pues no quería ningún reino de este mundo. Y el Emperador se inquietaba poco por los reinos del otro mundo. Y así gritó a los príncipes de los sacerdotes desde lo alto de la azotea: «No hallo ningún crimen en este hombre». Los enemigos de Jesús se irritaron, y por todas partes salió un torrente de acusaciones contra Él. Pero el Salvador estaba silencioso, y oraba por los pobres hombres; y cuando Pilatos se volvió hacia Él, diciéndole: «¿No respondes nada a esas acusaciones?», Jesús no dijo una palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, le volvió a decir: «Yo veo bien que no dicen más que mentiras contra ti». Pero los acusadores continuaron hablando con furor, y dijeron: «¡Cómo!, ¿no halláis crimen contra Él? ¿Acaso no es un crimen el sublevar al pueblo y extender su doctrina en todo el país, desde la Galilea hasta aquí?». Al oír la palabra Galilea, Pilatos reflexionó un instante, y dijo: «¿Este hombre es Galileo y súbdito de Herodes?». «Sí – respondieron ellos -: sus padres han vivido en Nazareth, y su habitación actual es Cafarnaum». «Si es súbdito de Herodes – replicó Pilatos – conducidlo delante de él: ha venido aquí para la fiesta, y puede juzgarle». Entonces mandó conducir a Jesús fuera del tribunal, y envió un oficial a Herodes para avisarle que le iban a presentar a Jesús de Nazareth, súbdito suyo. Pilatos, muy satisfecho con evitar así la obligación de juzgar a Jesús, deseaba por otra parte hacer una fineza a Herodes, quien estaba reñido con él, y quería ver a Jesús. Los enemigos del Salvador, furiosos de ver que Pilatos los echaba así en presencia de todo el pueblo, hicieron recaer su rencor sobre Jesús. Lo ataron de nuevo, y lo arrastraron, llenándolo de insultos y de golpes en medio de la multitud que cubría la plaza hasta el palacio de Herodes. Algunos soldados romanos se habían juntado a la escolta. Claudia Procla, mujer de Pilatos, le mandó a decir que deseaba muchísimo hablarle; y mientras conducían a Jesús a casa de Herodes, subió secretamente a una galería elevada, y miraba la escolta con mucha agitación y angustia.