XLI. Los judíos ponen guardia en el sepulcro
En la noche del viernes al sábado vi a Caifás y a los principales judíos consultarse respecto de las medidas que debían adoptarse, vistos los prodigios que habían sucedido y la disposición del pueblo. Al salir de esta deliberación, fueron por la noche a casa de Pilatos, y le dijeron que como ese seductor había asegurado que resucitaría el tercer día, era menester guardar el sepulcro tres días; porque si no, sus discípulos podían llevarse su Cuerpo y esparcir la voz de su Resurrección. Pilatos, no queriendo mezclarse en ese negocio, les dijo: «Tenéis una guardia: mandad que guarde el sepulcro como queráis». Sin embargo, les dio a Casio, que debía observarlo todo, para hacer una relación exacta de lo que viera. Vi salir de la ciudad a unos doce, antes de levantarse el sol; los soldados que los acompañaban no estaban vestidos a la romana, eran soldados del templo. Llevaban faroles puestos en palos para alumbrarse en la oscura gruta donde se encontraba el sepulcro. Así que llegaron, se aseguraron de la presencia del cuerpo de Jesús; después ataron una cuerda atravesada delante de la puerta del sepulcro, y otra segunda sobre la piedra gruesa que estaba delante, y lo sellaron todo con un sello semicircular. Los fariseos volvieron a Jerusalén, y los guardas se pusieron enfrente de la puerta exterior. Casio no se movió de su puesto. Había recibido grandes gracias interiores y la inteligencia de muchos misterios. No acostumbrado a ese estado sobrenatural, estuvo todo el tiempo como fuera de sí, sin ver los objetos exteriores. Se transformó en un nuevo hombre, y pasó todo el día haciendo penitencia y oración. Después de la Resurrección del Señor, dejó la milicia y se juntó con los discípulos. Fue uno de los primeros que recibieron el bautismo, después de Pentecostés, junto con otros soldados convertidos al pie de la Cruz.
XLII Los amigos de Jesús el Sábado Santo
Habría unos veinte hombres juntos en el Cenáculo; tenían vestiduras largas, blancas, con cinturones, y celebraban el sábado. Se separaron para acostarse, y muchos se fueron a sus casas. El sábado por la mañana se juntaron otra vez. Rezando y leyendo alternativamente; de cuando en cuando introducían a los que llegaban.
En la parte de la casa donde estaba la Virgen Santísima había una gran sala con celdas separadas para los que querían pasar la noche. Cuando las piadosas mujeres volvieron del sepulcro, una de ellas encendió una lámpara colgada en medio de la sala, y se sentaron debajo de ella alrededor de la Virgen; oraron con mucha tristeza y mucho recogimiento. Pronto llegaron Marta, Maroni, Dina y Mará, que habían venido de Betania con Lázaro; este se había ido con los discípulos al Cenáculo. Les contaron con mucho llanto la muerte y la sepultura del salvador; después, como era tarde, algunos hombres, y entre ellos José de Arimatea, vinieron por las mujeres que querían volver a la ciudad.
Entonces fue cuando tomaron preso a José. Las mujeres que se quedaron en el Cenáculo entraron en las celdas dispuestas alrededor de la sala para tomar algún descanso. A media noche se levantaron y se reunieron debajo de la lámpara, alrededor de la Virgen, para orar. Cuando la Madre de Jesús y sus compañeras acabaron ese rezo nocturno, que veo continuar en todos los tiempos por los fieles hijos de Dios y las almas santas que una gracia particular excita, o que se conforman con las reglas dadas por Dios y su Iglesia, Juan llamó a la puerta de la sala con algunos discípulos, y en seguida recogieron sus capas y lo siguieron al templo.
A las tres de la mañana, cuando fue sellado el sepulcro, vi a la Virgen ir al templo, acompañada de las otras santas mujeres, de Juan y de otros muchos discípulos. Muchos judíos tenían costumbre de ir al templo antes de amanecer después de haber comido el cordero pascual; el templo se abría a media noche porque los sacrificios comenzaban temprano. Pero como la fiesta se había interrumpido, todo se quedó abandonado, y me pareció que la Virgen Santísima venía sola a despedirse del templo donde se había educado. Estaba abierto, según la costumbre de ese día, y el espacio alrededor del Tabernáculo, reservado a los sacerdotes, estaba franco al pueblo, según se acostumbraba ese día; mas el templo estaba solo, y no había más que algunos guardias y algunos criados; todo estaba en desorden por los acontecimientos de la víspera; había sido profanado con las apariciones de los muertos, y yo me preguntaba a mí misma: «¿Cómo podrá purificarse de nuevo?”
Los hijos de Simeón y los sobrinos de José de Arimatea, llenos de tristeza por la prisión de su tío, condujeron por todas partes a la Virgen y a sus compañeros, pues estaban de guardia en el templo: todos contemplaron con terror las señales de la ira de Dios, y los que acompañaban a la Virgen le contaron los acontecimientos de la víspera. Todavía no habían reparado los estragos causados por el temblor de tierra. La pared que separaba el santuario se había abierto tanto que se podía pasar por la raja; la cortina del santuario, rasgada, colgaba de los dos lados; por todas partes se veían paredes abiertas, piedras hundidas, columnas inclinadas. La Virgen fue a todos los sitios que Jesús había consagrado para Ella; se prosternó para besarlos, y los regó con sus lágrimas: sus compañeras la imitaron.
Los judíos tenían una gran veneración a todos los lugares santificados con alguna manifestación del poder divino; los besaban prosternando el rostro contra el suelo. Yo no lo extrañaba, pues sabiendo y creyendo que el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob era un Dios vivo, que habitaba con su pueblo en el templo, era natural que lo hicieran así. El templo y los lugares consagrados eran para ellos lo que es el Santísimo Sacramento para los cristianos. La Virgen Santísima, penetrada de ese respeto, condujo a sus compañeras a muchos sitios del templo; les mostró el sitio de su presentación cuando era niña, el lugar donde había sido educada, donde se había desposado con San José, donde había presentado a Jesús, donde Simeón había profetizado; ese recuerdo la hizo llorar amargamente, pues ya se había cumplido la profecía, y la espada había traspasado su alma. Se paró también en el sitio donde había hallado a Jesús niño enseñando en el templo, y besó respetuosamente el pulpito. Habiendo honrado con sus recuerdos, con sus lágrimas y con sus oraciones los sitios santificados por Jesús, se volvieron a Sión.
La Virgen se separó del templo llorando: la desolación y la soledad en que estaba, en un día tan santo, atestiguaban los crímenes de su pueblo; María se acordó que Jesús había llorado sobre el templo, y que había dicho: “Destruid este templo, y Yo lo reedificaré en tres días”. María pensó que los enemigos de Jesús habían destruido el templo de su cuerpo, y deseó con ardor ver relucir el tercer día en que la palabra eterna debía cumplirse.
María y sus compañeras habían llegado antes de amanecer al Cenáculo, y se retiraron a la parte del edificio situado a la derecha. Juan y los discípulos entraron en el Cenáculo, donde los hombres, cuyo número se elevaba a veinte, rezaban alternativamente debajo de la lámpara. Los recién venidos de cuando en cuando se instruían tímidamente y conversaban llorando; todos mostraban a Juan un respeto mezclado de confusión, porque había asistido a la muerte del Señor. Juan era afectuoso para con todos, tenía la simplicidad de un niño en sus relaciones con ellos. Los vi comer una vez: la mayor tranquilidad reinaba en la casa, y las puertas estaban cerradas.
Vi a las santas mujeres juntas hasta la noche en la sala oscura, alumbrada por la luz de una lámpara, pues las puertas estaban cerradas y las ventanas tapiadas. Unas veces rezaban alrededor de la Virgen debajo de la lámpara; otras se retiraban aparte, se cubrían la cabeza con un velo de luto, y se sentaban sobre ceniza en señal de dolor, o rezaban con la cara vuelta a la pared. Las más débiles tomaron algún alimento; las otras ayunaron.
Mis ojos se volvieron muchas veces hacia ellas, y siempre las vi rezando o mostrando su dolor del modo que he dicho. Cuando mi pensamiento se unía al de la Virgen, que estaba siempre ocupada en su Hijo, yo veía el sepulcro y los guardias sentados a la entrada; Casio estaba arrimado a la puerta, sumergido en meditación. Las puertas del sepulcro estaban cerradas, y la piedra por delante. Sin embargo, vi el cuerpo del Señor rodeado de esplendor y de luz, y dos ángeles en adoración. Pero en mi meditación, habiéndose dirigido sobre el alma del Redentor, vi una pintura tan grande y tan complicada del descendimiento a los infiernos, que sólo he podido acordarme de una pequeña parte: voy a contarla como mejor pueda.