LA VIDA DE LA VIRGEN MARIA XXX

.LA VISITACION 01
XXX
Visitación de María a Isabel
Algunos días después de la Anunciación del Ángel a María, José volvióse  a
Nazaret e hizo ciertos arreglos en la casa para poder ejercer su oficio y
quedarse, pues hasta entonces sólo había permanecido dos días allí. Nada sabía
del misterio de la Encarnación del Verbo en María. Ella era la Madre de Dios y
era la sierva del Señor y guardaba humildemente el secreto. Cuando la Virgen
sintió que el Verbo se había hecho carne en ella, tuvo un gran deseo de ir a
Juta, cerca de Hebrón, para visitar a su prima Isabel, que según, las palabras
del ángel hallábase encinta desde hacía seis meses.

Acercándose el tiempo en que José debía ir a Jerusalén, para la fiesta de
Pascua, quiso acompañarle con el fin de asistir a Isabel durante su embarazo.
José, en compañía de la Virgen Santísima, se puso en camino para Juta. Él camino
se dirigía al Mediodía. Llevaban un asno sobre el cual montaba María de vez en
cuando. Este asno tenía atada al cuello una bolsa perteneciente a José, dentro
de la cual había un largo vestido pardo con una especie de capuz. María se ponía
este traje para ir al Templo o a la sinagoga. Durante el viaje usaba una túnica
parda de lana, un vestido gris con una faja por encima, y cubría su cabeza una
cofia amarilla. Viajaban con bastante rapidez. Después de haber atravesado la
llanura de Esdrelón, los vi trepar una altura y entrar en la ciudad, de Dotan,
en casa de un amigo del padre de José. Este era un hombre bastante acomodado,
oriundo de Belén. Él padre de José lo llamaba hermano a pesar de no serlo:
descendía de David por un antepasado que también fue rey, según creo, llamado
Ela, o Eldoa o Eldad, pues no recuerdo bien su nombre.
 
Dotan era una ciudad de activo comercio. Luego los vi pernoctar bajo un
cobertizo. Estando aún a doce leguas de la casa de Zacarías pude verlos otra
noche en medio de un bosque, bajo una cabaña de ramas toda cubierta de hojas
verdes con hermosas flores blancas. Frecuentemente se ven en este país al borde
de los caminos esas glorietas hechas de ramas y de hojas y algunas
construcciones más sólidas en las cuales los viajeros pueden pernoctar o
refrescarse, y aderezar y cocer los alimentos que llevan consigo. Una familia de
la vecindad se encarga de la vigilancia de varios de estos lugares y proporciona
las cosas necesarias mediante una pequeña retribución. No fueron directamente de
Jerusalén a Juta. Con el fin de viajar en la mayor soledad dieron una
vuelta por tierras del Este, pasando al lado de una pequeña ciudad, a dos leguas
de Emaús y tomando los caminos por donde Jesús anduvo durante sus años de
predicación. Más tarde tuvieron que pasar dos montes, entre los cuales los vi
descansar una vez comiendo pan, mezclando con el agua parte del bálsamo que
habían recogido durante el viaje. En esta región el país es muy
montañoso.

LA VISITACIÓN 02

Pasaron junto a algunas rocas, más anchas en su parte superior que en la base;
había en aquellos lugares grandes cavernas, dentro de las cuales se veían toda
clase de piedras curiosas. Los valles eran muy fértiles. Aquel camino los
condujo a través de bosques y de páramos, de prados y de campos. En un lugar
bastante cerca del final del viaje noté particularmente una planta que tenía
pequeñas y hermosas hojas verdes y racimos de flores formados por nueve
campanillas cerradas de color de rosa. Tenía allí algo en qué debía ocuparme;
pero he olvidado de qué se trataba.

La casa de Zacarías estaba situada sobre una colina, en torno de la cual había
un grupo de casas. Un arroyo torrentoso baja de la colina. Me pareció que era el
momento en que Zacarías volvía a su casa desde Jerusalén, pasadas las fiestas de
Pascua. He visto a Isabel caminando, bastante alejada de su casa, sobre el
camino de Jerusalén, llevada por un ansia inquieta e indefinible. Allí la
encontró Zacarías, que se espantó de verla tan lejos de la casa en el estado en
que se encontraba. Élla dijo que estaba muy agitada, pues la perseguía el
pensamiento de que su prima María de Nazaret estaba en camino para visitarla.
 
Zacarías trató de hacerle comprender que desechase tal idea y por signos y
escribiendo en una tablilla, le decía cuán poco verosímil era que una recién
casada emprendiera viaje tan largo en aquel momento. Juntos volvieron a su casa.
Isabel no podía desechar esa idea fija, habiendo sabido en sueños que una mujer
de su misma sangre se había convertido en Madre del Verbo Eterno, del Mesías
prometido. Pensando en María concibió un deseo muy grande de verla y la vio, en
efecto, en espíritu que venía hacia ella. Preparó en su casa, a la derecha de la
entrada, una pequeña habitación con asientos y aguardó allí al día siguiente, a
la expectativa, mirando hacia el camino por si llegaba María. Pronto se levantó
y salió a su encuentro por el camino.

Isabel era una mujer alta, de cierta edad: tenía el rostro pequeño y rasgos
bellos; la cabeza la llevaba velada. Sólo conocía a María por las voces y la
fama. María, viéndola a cierta distancia, conoció que era ella Isabel y se
apresuró a ir a su encuentro, adelantándose a José que se quedó discretamente a
la distancia. Pronto estuvo María entre las primeras casas de la vecindad, cuyos
habitantes, impresionados por su extraordinaria belleza y conmovidos por cierta
dignidad sobrenatural que irradiaba toda su persona, se retiraron
respetuosamente en el momento de su encuentro con Isabel. Se saludaron
amistosamente dándose la mano. En aquel momento vi un punto luminoso en la
Virgen Santísima y como un rayo de luz que partía de allí hacia Isabel, la cual
recibió una impresión maravillosa. No se detuvieron en presencia de los hombres,
sino que, tomándose del brazo, se dirigieron a la casa por el patio interior.

En el umbral de la puerta, Isabel dio nuevamente la bienvenida a María y luego
entraron en la casa. José llegó al patio conduciendo al asno, que entregó a un
servidor y fue a buscar a Zacarías en una sala abierta sobre el costado de la
casa. Saludó con mucha
humildad al anciano sacerdote, el cual lo abrazó cordialmente y conversó con él
por medio de la tablilla sobre la que escribía, pues había quedado mudo desde
que el ángel se le había aparecido en el Templo.

María e Isabel, una vez que hubieron entrado, se hallaron en un cuarto que me
pareció servir de cocina. Allí se tomaron de los brazos. María saludó a Isabel
muy cordialmente y las dos juntaron sus mejillas. Vi entonces que algo luminoso
irradiaba desde María hasta el interior de Isabel, quedando ésta toda iluminada
y profundamente conmovida, con el corazón agitado por santo regocijo. Se retiró
Isabel un poco hacia atrás, levantando la mano y, llena de humildad, de júbilo y
entusiasmo, exclamó: «Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto
de tu vientre. ¿Pero de dónde a mí tanto favor que la Madre de mi Señor venga a
visitarme?… Porque he aquí que como llegó la voz de tu salutación a mis oídos,
la criatura que llevo se estremeció de alegría en mi interior. ¡Oh, dichosa tú,
que has creído; lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!»

Después de estas palabras condujo a María a la pequeña habitación preparada,
para que pudiera sentarse y reposar de las fatigas del viaje. Sólo había que dar
unos pasos para llegar hasta allí. María dejó el brazo de Isabel, cruzó las
manos sobre el pecho y empezó el cántico del Magníficat: «Mi alma glorifica al
Señor; y mi espíritu se alegró en Dios mi Salvador. Porque miró a la bajeza de
su sierva; porque he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las
generaciones. Porque ha hecho grandes cosas conmigo el Todopoderoso, y santo es
su Nombre. Y su misericordia es de generación en generación a los que le temen.
Hizo valentías con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de su
corazón. Quitó a los poderosos de los tronos y levantó a los humildes. A los
hambrientos hinchó de bienes y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel, su
siervo, acordándose de su misericordia. Como habló a nuestros padres, a Abrahán
y a su simiente, para siempre».
 
Isabel repetía en voz baja el Magníficat con el mismo impulso de inspiración de
María. Luego se sentaron en asientos muy bajos, ante una mesita de poca altura.
Sobre ésta había un vaso pequeño.

¡Qué dichosa me sentía yo, porque repetía con ellas todas las oraciones, sentada
muy cerca de María! ¡Qué grande era entonces mi felicidad!

 

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SOR VERÓNICA, VEHÍCULO DE DIOS PARA LAS VOCACIONES.

SOR VERÓNICA Y SU HERMANO OBISPO

135 hermanas, casi todas con carrera universitaria.

Cuenta Paché Merayo en El Comercio que la crisis gobierna desde hace tiempo los calendarios globales. Pero cuando se menta nadie duda de que el discurso siguiente será económico. El paro, los déficit… Pero hay muchos otros escenarios para la recesión. La Iglesia bien los sabe. Aquejada desde hace lustros de un más que notable descenso de vocaciones, vive una crisis prolongada con los seminarios vacíos y los monasterios y conventos habitados por religiosos que superan los sesenta.

Sin embargo, en mitad de este océano ya casi asumido por Roma, aparece una monja, sor Verónica, antes María José Berzosa, hermana de Raúl Berzosa, el obispo auxiliar de Oviedo. Ella sola, con su sonrisa imborrable y sus nuevas energías, ha logrado que en su convento de las Clarisas de Lerma, no sólo la ocupación sea histórica con 135 religiosas de clausura, sino que haya una lista de espera a sus puertas de otro centenar de aspirantes a novicias.

Sor Verónica, además de unos ojos verdes impresionantes y un pasado de estudiante de Medicina, amiga de la diversión, tiene una fórmula mágica, un misterio que nadie ha podido resolver y que ha llegado a ser aplaudido en el mismísimo Vaticano, donde ya nadie se lleva las manos a la cabeza al comprobar que en toda España han ingresado 20 nuevos monjes en la orden jesuítica, sólo dos en la de San Vicente de Paúl, y cinco en los Franciscanos.

La respuesta ante el convento de las hermanas clarisas rompe con todas las previsiones. Pero no sólo por número. Sor Verónica, que tenía sólo 18 años cuando dejó el mundanal ruido por la celda en la que desde hace años observa la misma naturaleza, ha conseguido rodearse de jóvenes religiosas casi todas con carreras universitarias. Ahora la media de edad en su ‘casa’ está en la treintena, cuando al llegar ella, en 1984, todas habían entrado ya en la tercera edad.

Su hermano, absolutamente orgulloso de ella, se ríe cuando se le menciona lo guapa que es la monja de la familia, pero por consideración con su clausura advierte: «Para respetar su silencio debo responder con el mío».

Ella, sin embargo, en alguna ocasión ha confesado abiertamente que el obispo auxiliar, a cuya ordenación acudió hace cuatro años en Oviedo, es su «guía» y el camino en el que se quiere ver reflejada. Y es que sor Verónica, que nació en Aranda del Duero (Burgos) en un 27 de agosto de 1965, ha contado ya parte de su existencia en un libro, que va por la tercera edición. Se titula ‘ Clara ayer y hoy‘ y, siendo una reflexión de carácter teológico, permite acercarse a su pasado.

Cuenta en sus páginas, por ejemplo, que el día de su Primera Comunión su confesor le dio la primera clave de lo que debía ser su vida: «Si quieres ser feliz un día, estrena un par de zapatos; una semana, mata un cerdo; toda la vida, monja de clausura».

La metáfora caló en su mente de niña. Ya mayor cuenta: «Algo en mi interior me urgía a buscar sin descanso.Viendo cómo la gente destruía su vida, yo deseaba buscar algo que no se acabara, que fuera eterno». Está claro que lo encontró. Cuando decidió ingresar en el convento muchos apostaron que no duraría nada. Está claro que perdieron. Hoy es ella la maestra de las novicias y son decenas las jóvenes que llegan a Lerma atraídas por su imán irresistible.

(DE www.periodistadigital.com)