XLIII
José y María se refugian en la gruta de Belén
Era bastante tarde cuando José y María llegaron hasta la boca de la gruta. La
borriquilla, que desde la entrada de la Sagrada Familia en la casa paterna de
José había desaparecido corriendo en torno de la ciudad, corrió entonces a su
encuentro y se puso a brincar alegremente cerca de ellos. Viendo esto la Virgen,
dijo a José:
«¿Ves? seguramente es la voluntad de Dios que entremos aquí».
José condujo el asno bajo el alero, delante de la gruta; preparó un asiento para
María, la cual se sentó mientras él hacía un poco de luz y penetraba en la
gruta. La entrada estaba un tanto obstruida por atados de paja y esteras
apoyadas contra las paredes. También dentro de la gruta había diversos objetos
que dificultaban el paso. José la despejó, preparando un sitio cómodo para
María, por el lado del Oriente. Colgó de la pared una lámpara encendida e hizo
entrar a María, la cual se acostó sobre el lecho que José le había preparado con
colchas y envoltorios.
José le pidió humildemente perdón por no haber podido encontrar algo mejor que
este refugio tan impropio; pero María, en su interior, se sentía feliz, llena de
santa alegría. Cuando estuvo instalada María, José salió con una bota de cuero y
fue detrás de la colina, a la pradera, donde corría una fuente y llenándola de
agua volvió a la gruta. Más tarde fue a la ciudad, donde consiguió pequeños
recipientes y un poco de carbón. Como se aproximaba la fiesta del sábado y eran
numerosos los forasteros que habían entrado en la ciudad, se instalaron mesas en
las esquinas de algunas calles con los alimentos más indispensables para la
venta. Creo que había personas que no eran judías. José volvió trayendo carbones
encendidos en una caja enrejada; los puso a la entrada de la gruta y encendió
fuego con un manojito de astillas; preparó la comida, que consistió en
panecillos y frutas cocidas.
Después de haber comido y rezado, José preparó un lecho para María Santísima.
Sobre una capa de juncos tendió una colcha semejante a las que yo había visto en
la casa de Ana y puso otra arrollada por cabecera. Luego metió al asno y lo ató
en un sitio donde no podía incomodar; tapó las aberturas de la bóveda por donde
entraba aire y dispuso en la entrada un lugarcito para su propio descanso.
Cuando empezó el sábado, José se acercó a María, bajo la lámpara, y recitó con
ella las oraciones correspondientes; después salió a la ciudad. María se
envolvió en sus ropas para el descanso. Durante la ausencia de José la vi
rezando de rodillas. Luego se tendió a dormir, echándose de lado. Su cabeza
descansaba sobre un brazo, encima de la almohada. José regresó tarde. Rezó una
vez más y se tendió humildemente en su lecho a la entrada de la gruta.
María pasó la fiesta del sábado rezando en la gruta, meditando con gran
concentración. José salió varias veces: probablemente fue a la sinagoga de
Belén. Los vi comiendo alimentos preparados días antes y rezando juntos. Por la
tarde, cuando los judíos suelen hacer su paseo del sábado, José condujo a María
a la gruta de Maraha, nodriza de Abrahán. Allí se quedó algún tiempo. Esta gruta
era más espaciosa que la del pesebre y José dispuso allí otro asiento. También
estuvo bajo el árbol cercano, orando y meditando, hasta que terminó el sábado.
José la volvió a llevar, porque María le dijo que el nacimiento tendría lugar
aquel mismo día a medianoche, cuando se cumplían los nueve meses transcurridos
desde la salutación del ángel del Señor. María le había pedido que lo tuviera
dispuesto todo, de modo que pudiesen honrar en la mejor forma posible la entrada
al mundo del Niño prometido por Dios y concebido en forma sobrenatural. Pidió
también a José que rezara con ella por las gentes que, a causa de la dureza de
sus corazones, no habían querido darles hospitalidad. José le ofreció traer de
Belén a dos piadosas mujeres, que conocía; pero María le dijo que no tenía
necesidad del socorro de nadie.
En cuanto se puso el sol, antes de terminar el sábado, José volvió a Belén,
donde compró los objetos más necesarios: una escudilla, una mesita baja, frutas
secas y pasas de uva, volviendo con todo esto a la gruta. Fue a la gruta de
Maraha y llevó a María a la gruta del pesebre, donde María se sentó sobre sus
colchas, mientras José preparaba la comida. Comieron y rezaron juntos.
Hizo José una separación entre el lugar para dormir y el resto de la gruta,
ayudándose de unas pértigas de las cuales suspendió algunas esteras que se
encontraban allí. Dio de comer al asno que estaba a la izquierda de la entrada,
atado a la pared. Llenó el comedero del pesebre de cañas y de pasto y musgo y
por encima tendió una colcha. Cuando la Virgen le indicó que se acercaba la
hora, instándole a ponerse en oración, José colgó del techo varias lámparas
encendidas y salió de la gruta, porque había escuchado un ruido a la entrada.
Encontró a la pollina que hasta entonces había estado vagando en libertad por el
valle de los pastores y volvía ahora, saltando y brincando, llena de alegría,
alrededor de José. Este la ató bajo el alero, delante de la gruta y le dio su
forraje.
Cuando volvió a la gruta, antes de entrar, vio a la Virgen rezando de rodillas
sobre su lecho, vuelta de espaldas y mirando al Oriente. Le pareció que toda la
gruta estaba en llamas y que María estaba rodeada de luz sobrenatural. José miró
todo esto como Moisés la zarza ardiendo. Luego, lleno de santo temor, entró en
su celda y se prosternó hasta el suelo en oración.
XLIV
Nacimiento de Jesús
He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada vez más deslumbrante,
de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no eran ya visibles.
María, con su amplio vestido desceñido, estaba arrodillada en su lecho, con la
cara vuelta hacia el Oriente. Llegada la medianoche la vi arrebatada en éxtasis,
suspendida en el aire, a cierta altura de la tierra. Tenía las manos cruzadas
sobre el pecho. El resplandor en torno de ella crecía por momentos. Toda la
naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres inanimados. La
roca de que estaban formados el suelo y el atrio, parecía palpitar bajo la luz
intensa que los envolvía. Luego ya no vi más la bóveda.
Una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad, iba desde María hasta
lo más alto de los cielos. Allá arriba había un movimiento maravilloso de
glorias celestiales, que se acercaban a la tierra y aparecieron con toda
claridad seis coros de ángeles celestiales. La Virgen Santísima, levantada de la
tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba la mirada sobre su Dios, de quien se
había convertido en Madre. El Verbo Eterno, débil Niño, estaba acostado en el
suelo delante de María.
Vi a nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño todo luminoso, cuyo brillo
eclipsaba el resplandor circundante, acostado sobre una alfombrita ante las
rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que iba creciendo ante mi mirada;
pero todo esto era la irradiación de una luz tan potente y deslumbradora que no
puedo explicar cómo pude mirarla. La Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis;
luego cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos.
Poco tiempo después vi al Niño que se movía y lo oí llorar. En ese momento fue
cuando María pareció volver en sí misma y, tomando al Niño, lo envolvió en el
paño con que lo había cubierto y lo tuvo en sus brazos, estrechándolo contra su
pecho.
Se sentó, ocultándose toda Ella con el Niño bajo su amplio velo y creo que le
dio el pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en forma humana, hincándose
delante del Niño recién nacido, para adorarlo. Cuando habría transcurrido una
hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José, que estaba aún
orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó, prosternándose, lleno de
júbilo, de humildad y de fervor. Sólo cuando María le pidió que apretara contra
su corazón el Don Sagrado del Altísimo, se
levantó José, recibió al Niño entre sus brazos y derramando lágrimas de pura
alegría, dio gracias a Dios por el Don recibido del cielo.
María fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales. Más tarde vi a María y a José
sentados en el suelo, uno junto al otro: no hablaban, parecían absortos en muda
contemplación. Ante María, fajado como un niño común, estaba recostado Jesús
recién nacido, bello y brillante como un relámpago. «¡Ah, -decía yo- este lugar
encierra la salvación del mundo entero y nadie lo sospecha!»
He visto que pusieron al Niño en el pesebre, arreglado por José con pajas,
lindas plantas y una colcha encima. El pesebre estaba sobre la gamella cavada en
la roca, a la derecha de la entrada de la gruta, que se ensanchaba allí hacia el
Mediodía. Cuando hubieron colocado al Niño en el pesebre, permanecieron los dos
a ambos lados, derramando lágrimas de alegría y entonando cánticos de alabanza.
José llevó el asiento y el lecho de reposo de María junto al pesebre. Yo veía a
la Virgen, antes y después del nacimiento de Jesús, arropada en un vestido
blanco, que la envolvía por entero. Pude verla allí durante los primeros días
sentada, arrodillada, de pie, recostada o durmiendo; pero nunca la vi enferma ni
fatigada.
XLV
Señales en la naturaleza. Anuncio a los pastores
He visto en muchos lugares, hasta en los más lejanos, una insólita alegría, un
extraordinario movimiento en esta noche. He visto los corazones de muchos
hombres de buena voluntad reanimados por un ansia, plena de alegría y, en
cambio, los corazones de los perversos llenos de temores. Hasta en los animales
he visto manifestarse alegría en sus movimientos y brincos. Las flores
levantaban sus corolas, las plantas y los árboles tomaban nuevo vigor y verdor y
esparcían sus fragancias y perfumes.
He visto brotar fuentes de agua de la tierra. En el momento mismo del Nacimiento
de Jesús, brotó una fuente abundante en la gruta de la colina del Norte. Cuando
al día siguiente lo notó José, le preparó en seguida un desagüe. El cielo tenía
un color rojo oscuro sobre Belén, mientras se veía un vapor tenue y brillante
sobre la gruta del pesebre, el valle de la gruta de Maraña y el valle de los
pastores.
A legua y media más o menos de la gruta de Belén, en el valle de los pastores,
había una colina donde empezaba una serie de viñedos que se extendía hasta Gaza.
En las faldas de la colina estaban las chozas de tres pastores, jefes de las
familias de los demás pastores de las inmediaciones. A distancia doble de la
gruta del pesebre se encontraba lo que llamaban la torre de los pastores. Era un
gran andamiaje piramidal, hecho de madera, que tenía por base enormes bloques de
la misma roca: estaba rodeado de árboles verdes y se alzaba sobre una colina
aislada en medio de una llanura. Estaba rodeado de escaleras; tenía galerías y
torrecillas, todo cubierto de esteras. Guardaba cierto parecido con las torres
de madera que he visto en el país de los Reyes Magos, desde donde observaban las
estrellas. Desde lejos producía la impresión de un gran barco con muchos
mástiles y velas.
Desde esta torre se gozaba de una espléndida vista de toda la comarca. Se veía
Jerusalén y la montaña de la tentación en el desierto de Jericó. Los pastores
tenían allí a los hombres que vigilaban la marcha de los rebaños y avisaban a
los demás tocando cuernos de caza, si acaso había alguna incursión de ladrones o
gente de guerra. Las familias de los pastores habitaban esos lugares en un radio
de unas dos leguas. Tenían granjas aisladas, con jardines y praderas. Se reunían
junto a la torre, donde guardaban los utensilios que tenían en común. A lo largo
de la colina de la torre, estaban las cabañas, y algo apartado de éstas había un
gran cobertizo con divisiones donde habitaban las mujeres de los pastores
guardianes: allí preparaban la comida.
He visto que en esta noche parte de los rebaños estaban cerca de la torre, parte
en el campo y el resto bajo un cobertizo cerca de la colina de los pastores. Al
nacimiento de Jesucristo vi a estos tres pastores muy impresionados ante el
aspecto de aquella noche tan maravillosa; por eso se quedaron alrededor de sus
cabañas mirando a todos lados. Entonces vieron maravillados la luz
extraordinaria sobre la gruta del pesebre. He visto que se pusieron en agitado
movimiento los pastores que estaban junto a la torre, los cuales subieron a su
mirador dirigiendo la vista hacia la gruta.
Mientras los tres pastores estaban mirando hacia aquel lado del cielo, he visto
descender sobre ellos una nube luminosa, dentro de la cual noté un movimiento a
medida que se acercaba. Primero vi que se dibujaban formas vagas, luego rostros,
finalmente oí cánticos muy armoniosos, muy alegres, cada vez más claros. Como al
principio se asustaran los pastores, apareció un ángel ante ellos, que les dijo:
«No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría para todo el pueblo de
Israel. Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo, el
Señor. Por señal os doy ésta: encontraréis al Niño envuelto en pañales, echado
en un pesebre».
Mientras el ángel decía estas palabras, el resplandor se hacía cada vez más
intenso a su alrededor. Vi a cinco o siete grandes figuras de ángeles muy bellos
y luminosos. Llevaban en las manos una especie de banderola larga, donde se
veían letras del tamaño de un palmo y oí que alababan a Dios cantando:
«Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra para los hombres de buena
voluntad».
Más tarde tuvieron la misma aparición los pastores que estaban junto a la torre.
Unos ángeles también aparecieron a otro grupo de pastores, cerca de una fuente,
al Este de la torre, a unas tres leguas de Belén. No he visto que los pastores
fueran enseguida a la gruta del pesebre, porque unos se encontraban a legua y
media de distancia y otros a tres; los he visto, en cambio, consultándose unos a
otros acerca de lo que llevarían al recién nacido y preparando los regalos con
toda premura. Llegaron a la gruta del pesebre al rayar el alba.
XLVI
Señales en Jerusalén, en Roma y en otros pueblos
Esta noche vi en el Templo a Noemí, la maestra de María, a la profetisa Ana y
al anciano Simeón. Vi en Nazaret a Ana y en Juta a Santa Isabel. Todos tenían
visiones y revelaciones del Nacimiento del Salvador. He visto al pequeño Juan
Bautista, cerca de su madre, manifestando una alegría muy grande. Vieron y
reconocieron a María en medio de aquellas visiones, aunque no sabían donde había
tenido lugar el acontecimiento. Isabel tampoco lo sabía. Sólo Ana sabía que
tenía lugar en Belén.
Esta noche vi en el Templo un acontecimiento admirable y extraño: todos los
rollos de escrituras de los saduceos saltaban fuera de los armarios donde
estaban encerrados, dispersándose. Este suceso causó mucho espanto en todos,
pero los saduceos lo atribuyeron a efectos de brujería y repartieron dinero a
los que lo sabían para que mantuvieran el secreto.
He visto muchas cosas en Roma esta noche. Cuando Jesús nació, vi un barrio de la
ciudad, donde vivían muchos judíos: allí brotó una fuente de aceite que causó
maravilla a todos los que la vieron. Una estatua magnífica de Júpiter cayó de su
pedestal en añicos, porque se desplomó la bóveda del templo. Los paganos se
llenaron de terror, hicieron sacrificios y preguntaron a otro ídolo, el de
Venus, creo, qué significaba aquello. El demonio respondió, por medio de la
estatua: «Esto ha sucedido porque una Virgen ha concebido un Hijo sin dejar de
ser virgen; y este Niño acaba de nacer». Este ídolo habló también desde la
fuente de aceite. En el sitio donde brotó la fuente se alzó una iglesia dedicada
a la Virgen María, Madre de Dios. Los sacerdotes paganos estaban consternados y
hacían averiguaciones.
Setenta años antes de estos hechos vivía en Roma una buena y piadosa mujer. No
recuerdo ahora si era judía. Se llamaba algo así como Serena o Cyrena y poseía
algunos bienes de fortuna. Por ese tiempo se había recubierto de oro y piedras
preciosas el ídolo de Júpiter y se le ofrecían sacrificios solemnes. La mujer
tuvo visiones y a consecuencia de ellas hizo varias profecías, diciendo
públicamente a los paganos que no debían rendir honores al ídolo de Júpiter ni
hacerle sacrificios, pues vendría un día en que lo verían caer hecho pedazos.
Los sacerdotes la hicieron comparecer y le preguntaron cuándo habían de suceder
estas cosas. Como no pudo determinar el tiempo, fue encerrada en prisión y
maltratada, hasta que Dios le hizo conocer que ello sucedería cuando una Virgen
purísima diera a luz un Niño. Cuando dio esta respuesta, se burlaron de ella y
la dejaron en libertad, reputándola por loca. Sólo cuando se derrumbó el templo,
haciendo pedazos al ídolo, reconocieron que había dicho la verdad,
maravillándose de la época fijada y del acontecimiento, aunque no sabían que la
Santísima Virgen había sido la Madre, e ignorando el Nacimiento del Salvador.
He visto que los magistrados de Roma se informaron de estos hechos, como de la
fuente que había brotado. Uno de ellos fue un tal Léntulo, abuelo de Moisés,
sacerdote y mártir y de aquel otro Léntulo, que fue amigo de San Pedro en Roma.
Relacionado con el emperador Augusto he visto algo que ahora no recuerdo bien.
Vi al emperador con otras personas sobre una colina de Roma, en uno de cuyos
lados se encontraba el Templo, cuya techumbre se había derrumbado. Por unas
gradas se llegaba hasta la cumbre de la colina donde había una puerta dorada.
Era un lugar donde se ventilaban asuntos de interés.
Cuando el emperador bajó de la colina, vio a la derecha, encima de ella, una
aparición en el cielo. Era una Virgen sobre un arco iris, con un Niño en el
aire, que parecía salir de Ella. Creo que, el emperador fue el único que vio
esta aparición. Para conocer su significado hizo consultar a un oráculo que
había enmudecido, el cual en esa ocasión habló de un Niño recién nacido, a quien
todos debían adorar y rendir homenaje. El emperador hizo erigir un altar en el
sitio de la colina donde había visto la aparición, y después de haber ofrecido
sacrificios, lo dedicó al Primogénito de Dios. He olvidado otros detalles de
este hecho.
He visto en Egipto un hecho que anunció el Nacimiento de Jesucristo. Mucho más
allá de Matarea, de Heliópolis y de Menfis había un gran ídolo que pronunciaba
habitualmente toda clase de oráculos y que de pronto enmudeció. El Faraón mandó
hacer sacrificios en todo el país a fin de saber por qué causa había callado. El
ídolo fue obligado por Dios a responder que guardaba silencio y debía
desaparecer, porque había nacido el Hijo de la Virgen y que en aquel mismo sitio
se levantaría un templo en honor de la Virgen. El Faraón hizo levantar un templo
allí mismo cerca del que había antes en honor del ídolo. No recuerdo todo lo
sucedido; sólo sé que el ídolo fue retirado y que se levantó un templo a la
anunciada Virgen y a su Niño, siendo honrados a la manera de ellos.
Al tiempo del Nacimiento de Jesucristo, vi una maravillosa aparición que se
presentó a los Reyes Magos en su país. Estos Magos eran observadores de los
astros y tenían sobre una montaña una torre en forma de pirámide, donde siempre
se encontraba uno de ellos con los sacerdotes observando el curso de los astros
y las estrellas. Escribían sus observaciones y se las comunicaban unos a otros.
Esta noche creo haber visto a dos de los Reyes Magos sobre la torre piramidal.
El tercero, que habitaba al Este del Mar Caspio, no estaba allí. Observaban una
determinada constelación en la cual veían de cuando en cuando variantes, con
diversas apariciones. Esta noche vi la imagen que se les presentaba. No la
vieron en una estrella, sino en una figura compuesta de varias de ellas, entre
las cuales parecía efectuarse un movimiento.
Vieron un hermoso arco iris sobre la media luna y sobre el arco iris sentada a
la Virgen. Tenía la rodilla izquierda ligeramente levantada y la pierna derecha
más alargada, descansando el pie sobre la media luna. A la izquierda de la
Virgen, encima del arco iris, apareció una cepa de vid y a la derecha, un haz de
espigas de trigo. Delante de la Virgen vi elevarse como un cáliz semejante al de
la Última Cena. Del cáliz vi salir al Niño y por encima de Él, un disco luminoso
parecido a una custodia vacía, de la que partían rayos semejantes a espigas. Por
eso pensé en el Santísimo Sacramento. Del costado derecho del Niño salió una
rama, en cuya extremidad apareció, a semejanza de una flor, una iglesia
octogonal con una gran puerta dorada y dos pequeñas laterales. La Virgen hizo
entrar al cáliz, al Niño y a la Hostia en la Iglesia, cuyo interior pude ver, y
que en aquel momento me pareció muy grande. En el fondo había una manifestación
de la Santísima Trinidad. La iglesia se transformó luego en una ciudad
brillante, que me pareció la Jerusalén celestial.
En este cuadro vi muchas cosas que se sucedían y parecían nacer unas de otras,
mientras yo miraba el interior de la iglesia. Ya no puedo recordar en qué forma
se fueron sucediendo. Tampoco recuerdo de qué manera supieron los Reyes Magos
que Jesús había nacido en Judea. El tercero de los Reyes, que vivía muy
distante, vio la aparición al mismo tiempo que los otros. Los días que
precedieron al Nacimiento de Jesús, los veía sobre su observatorio donde
tuvieron varias visiones. Los Reyes sintieron una alegría muy grande, juntaron
sus dones y regalos y se dispusieron para el viaje. Se encontraron al cabo de
varios días de camino.