CARTA A DIOS. Padre José Luis Martín Descalzo.

Comparto con vosotros, amigos míos, esta preciosa carta del Padre Martín Descalzo que debería provocar en nosotros grandes preguntas sobre nuestra vida y sobre su posible reorientación hacia la verdad. Leedla despacico, que tiene mucha miga. José Luis Martín vió cara a cara a Dios, (dicho en nuestras palabras diríamos que murió), muy poco tiempo después de redactar esta misiva.

Juanjo Romero.

GRACIAS. CON ESTA PALABRA PODRÍA CONCLUIR ESTA CARTA, DIOS MÍO, AMOR MÍO. Porque eso es todo lo que tengo que decirte: gracias, gracias. Sí, desde la altura de mis cincuenta y cinco años, vuelvo mi vista atrás, ¿qué encuentro sino la interminable cordillera de tu amor? No hay rincón en mi historia en el que no fulgiera tu misericordia sobre mi. No ha existido una hora en que no haya experimentado tu presencia amorosa y paternal acariciando mi alma.
Ayer mismo recibía la carta de una amiga que acaba de enterarse de mis problemas de salud, y me escribe furiosa: «Una gran carga de rabia invade todo mi ser y me rebelo una vez y otra vez contra ese Dios que permite que personas como tú sufran.» ¡Pobrecita! Su cariño no le deja ver la verdad. Porque -aparte de que yo no soy más importante que nadie- toda mi vida es testimonio de dos cosas: en mis cincuenta años he sufrido no pocas veces de manos de los hombres. De ellos he recibido arañazos y desagradecimientos, soledad e incomprensiones. Pero de ti nada he recibido sino una interminable siembra de gestos de cariño. Mi última enfermedad es uno de ellos.
Me diste primero el ser. Esta maravilla de ser hombre. El gozo de respirar la belleza del mundo. El de encontrarme a gusto en la familia humana. El de saber que, a fin de cuentas, si pongo en una balanza todos esos arañazos y zancadillas recibidos serán siempre muchísimo menores que el gran amor que esos mismos hombres pusieron en el otro platino de la balanza de mi vida. ¿He sido acaso un hombre afortunado y fuera de lo normal? Probablemente. Pero ¿en nombre de qué podría yo ahora fingirme un mártir de la condición humana si sé que, en definitiva, he tenido más ayudas y comprensión que dificultades?
Y, además, tú acompañaste el don de ser con el de la fe. En mi infancia yo palpé tu presencia a todas horas. Para mí, tu imagen fue la de un Dios sencillo. Jamás me aterrorizaron con tu nombre. Y me sembraron en el alma esa fabulosa capacidad: la de saberme amado, la de experimentar tu presencia cotidiana en el correr de las horas.

Hay entre los hombres -lo sé- quienes maldicen el día de su nacimiento, quienes te gritan que ellos no pidieron nacer. Tampoco yo lo pedí, porque antes no existía. Pero de haber sabido lo que sería mi vida, con qué gritos te habría implorado la existencia, y ésta, precisamente, que de hecho me diste.
Supongo que fue absolutamente decisivo el nacer en la familia que tú me elegiste. Hoy daría todo cuanto después he conseguido sólo por tener los padres y hermanos que tuve. Todos fueron testigos vivos de la presencia de tu amor. En ellos aprendí -¡qué fácilmente!- quién eras y cómo eres. Desde entonces amarte -y amar, por tanto, a todos y a todo- me empezó a resultar cuesta abajo. Lo absurdo habría sido no quererte. Lo difícil habría sido vivir en la amargura. La felicidad, la fe, la confianza en la vida fueron, para mí, como el plato de natillas que mamá pondría, infallablemente, a la hora de comer. Algo que vendría con toda seguridad. Y que si no venía, era simplemente porque aquel día estaban más caros los huevos, no porque hubiera escaseado el amor. Entonces aprendí también que el dolor era parte del juego. No una maldición, sino algo que entraba en el sueldo de vivir; algo que, en todo caso, siempre sería insuficiente para quitarnos la alegría.
Gracias a todo ello, ahora -siento un poco de vergüenza al decirlo- ni el dolor me duele, ni la amargura me amarga. No porque yo sea un valiente, sino sencillamente porque al haber aprendido desde niño a contemplar ante todo las zonas positivas de la vida y al haber asumido con normalidad las negras, resulta que, cuando éstas llegan, ya no son negras, sino sólo un tanto grises. Otro amigo me escribe en estos días que podré soportar la diálisis «chapuzándome en Dios». Y a mi eso me parece un poco excesivo y melodramático. Porque o no es para tanto o es que de pequeño me «chapuzaron» ya en la presencia «normal» de Dios, y en ti me siento siempre como acorazado contra el sufrimiento. O tal vez es que el verdadero dolor aún no ha llegado.

A veces pienso que he tenido «demasiado buena suerte». Los santos te ofrecían cosas grandes. Yo nunca he tenido nada serio que ofrecerte. Me temo que, a la hora de mi muerte, voy a tener la misma impresión que en ese momento tuvo mi madre: la de morirme con las manos vacías, porque nunca me enviaste nada realmente cuesta arriba para poder ofrecértelo. Ni siquiera la soledad. Ni siquiera esos descensos a la nada con que tú regalas a veces a los que verdaderamente fueron tuyos. Lo siento. Pero ¿qué hago yo si a mi no me has abandonado nunca? A veces me avergüenzo pensando que me moriré sin haber estado nunca a tu lado en el huerto de los olivos, sin haber tenido yo mi agonía de Getsemaní. Pero es que tú -no sé por qué- jamás me sacaste del domingo de Ramos. Incluso alguna vez –en mis sueños heroicos- he pensado que me habría gustado tener yo también una buena crisis de fe para demostrarte a ti y a mi mismo que la tengo. Dicen que la auténtica fe se prueba en el crisol. Y yo no he conocido otro crisol que el de tus manos siempre acariciantes.
Y no es, claro, que yo haya sido mejor que los demás. El pecado ha puesto su guarida en mí y tú y yo sabemos hasta qué profundidades. Pero la verdad es que ni siquiera en las horas de la quemadura he podido experimentar plenamente la llama negra del mal de tanta luz como tú mantenías a mi lado. En la miseria, he seguido siendo tuyo. Y hasta me parece que tu amor era tanto más tierno cuantas más niñerías hacía yo.
También me gustaría presumir ante ti de persecuciones y dificultades. Pero tú sabes que, aún en lo humano, me rodeó siempre más gente estupenda que traidora y que recibí por cada incomprensión diez sonrisas. Que tuve la fortuna de que el mal nunca me hiciera daño y, sobre todo, que no me dejara amargura dentro. Que incluso de aquello saqué siempre ganas de ser mejor y hasta misteriosas amistades.
Luego, me diste el asombro de mi vocación. Ser cura es imposible, tú lo sabes. Pero también maravilloso, yo lo sé. Hoy no tengo, es cierto, el entusiasmo de enamorado de los primeros días. Pero, por fortuna, no me he acostumbrado aún a decir misa y aún tiemblo cada vez que confieso. Y sé aún lo que es el gozo soberano de poder ayudar a la gente -siempre más de lo que yo personalmente sabría- y el de poder anunciarles tu nombre. Aún lloro -¿sabes?- leyendo la parábola del hijo pródigo. Aún -gracias a ti- no puedo decir sin conmoverme esa parte del Credo que habla de tu pasión y de tu muerte.
Porque, naturalmente, el mayor de tus dones fue tu Hijo, Jesús. Si yo hubiera sido el más desgraciado de los hombres, si las desgracias me hubieran perseguido por todos los rincones de mi vida, sé que me habría bastado recordar a Jesús para superarlas. Que tú hayas sido uno de nosotros me reconcilia con todos nuestros fracasos y vacíos. ¿Cómo se puede estar triste sabiendo que este planeta ha sido pisado por tus pies? ¿Para qué quiero más ternuras que la de pensar en el rostro de María?
He sido feliz, claro. ¿Cómo no iba a serlo? Y he sido felíz ya aquí, sin esperar la gloria del cielo. Mira, tú ya sabes que no tengo miedo a la muerte, pero tampoco tengo ninguna prisa porque llegue. ¿Podré estar allí más en tus brazos de lo que estoy ahora? Porque éste es el asombro: el cielo lo tenemos ya desde el momento en que podemos amarte. Tiene razón mi amigo Cabodevilla: nos vamos a morir sin aclarar cuál es el mayor de tus dones, si el de que tú nos ames o el de que nos permitas amarte.
Por eso me da tanta pena la gente que no valora sus vidas. Pero ¡sí estamos haciendo algo que es infinitamente más grande que nuestra naturaleza: amarte, colaborar contigo en la construcción del gran edificio del amor!
Me cuesta decir que aquí te damos gloria. ¡Eso sería demasiado! Yo me contento con creer que mi cabeza reposando en tus manos te da la oportunidad de quererme. Y me da un poco de risa eso de que nos vas a dar el cielo como premio. ¿Como premio de qué? Eres un tramposo: nos regalas tu cielo y encima nos das la impresión de haberlo merecido. El amor, tú lo sabes muy bien, es él solo su propia recompensa. Y no es que la felicidad sea la consecuencia o el fruto del amor. El amor ya es, por sí solo, la felicidad. Saberte Padre es el cielo. Claro que no me tienes que dar porque te quiera. Quererte ya es un don. No podrás darme más.
Por todo eso, Dios mío, he querido hablar de ti y contigo en esta página final de mis Razones para el amor. Tú eres la última y la única razón de mi amor. No tengo otras. ¿Cómo tendría alguna esperanza sin ti? ¿En qué se apoyaría mi alegría si nos faltases tú? ¿En qué vino insípido se tornarían todos mis amores si no fueran reflejo de tu amor? Eres tú quien da fuerza y vigor a todo. Y yo sé sobradamente que toda mi tarea de hombre es repetir y repetir tu nombre. Y retirarme.
Del libro «Razones para el amor»; Biblioteca Básica del Creyente; Madrid, España.

Tomado de http://www.preb.com/articulos

José Luis Martín Descalzo falleció pocos días después.

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PÉREZ REVERTE, EL SÍNDROME DEL CORONEL TAPIOCA…

Me atraganto con las novelas de Pérez Reverte, me parecen tan previsibles y peliculeras que he sentido insultada mi inteligencia cuando las he leído. En lo único que estoy de acuerdo es que para hacer novelas «bestsellerpinpanpun» no hace falta irte a buscar temas ramplones al extranjero, tenemos de sobra en España y de paso le damos un repaso a la asignatura de historia en la que la mayoría de los españoles estamos como el clima, bajo cero. No obstante si que valoro positivamente algunos de sus artículos en los que llama al pan, pan y al vino, vino. Os paso uno de estos, de los que pone el meñique en la úlcera…

AHÍ VA «EL SÍNDROME DEL CORONEL TAPIOCA»

Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía. En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario Pueblo los que me dieron como tal; pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea. Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete. Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica. No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse.

Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto. Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar. En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos. Ni compañeros, ni parientes. Ni siquiera se publicó la noticia. Asunto de mi periódico y mío. Nadie me había obligado a ir allí.

Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá –de sirios y troyanos, oí decir el otro día–. Eso tiene su puntito, la verdad. Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número. Ahora y siempre. Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota. Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica. Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos. Que suele ocurrir.

Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos. Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí –imagínense cómo se agobian éstas– y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver. Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo. Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos. O que nos indemnicen los watusi. Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro. Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales. Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.

Y claro. Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete. Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet. Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes. Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas. Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos. Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados. Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa.