
Lo que a continuación os transcribo, se trata de una historia real, es un poquillo larga pero merece la pena, a mi me hizo reflexionar. Espero que os guste…
…» Ya son las once de la noche y el padre O’Malley mira por la ventana; ¡Qué tormenta tan terrible! ¡Qué ganas de descargar la pesada carga de toda la jornada y prepararse para dormir reparadoramente en la soledad del presbiterio! Sin embargo, ignora que aquella noche, Dios tiene otro plan para su servidor…
El teléfono suena. Una llamada del hospital de Auburn. Una voz femenina suplica: «Soy Betty, una enfermera. Venga rápido, padre. Lo llamo desde la sala donde estoy de servicio. Hay un hombre que quiere ver a un sacerdote. Está muy mal, no pasará la noche. ¡Es urgrente!»
El padre O’Malley sabe que en la costa de Estados Unidos estas violentas tormentas no perdonan. En la radio anuncian amenaza de inundaciones. Tiene un recorrido de unos 45 kilómetros ¡y de noche! Es verdaderamente arriesgado… Y para el día siguiente la agenda se presenta repleta y pesada. La tentación de la cama se presenta sutilmente en él. Si no va tiene la escusa perfecta por el mal tiempo…
– Iré lo antes posible -responde a la enfermera a pesar suyo- ¡No se cuanto tardaré con este tiempo de perros!
La llamada de esta alma es más fuerte, y allí va el padre O’Malley, enfrentando las lluvias torrenciales que incesantemente amenazan con bloquear el camino. Fueron necesarias cuatro largas horas para recorrer aquella distancia. En el hospital, Betty estaba esperando su llegada y lo conduce de inmediato a la habitación de Tom, su paciente. El hombre está moribundo, los síntomas no engañan.
– ¡Me dijeron que deseaba ver a un sacerdote!
El padre ha recogido toda su dulzura y la delicadeza que Cristo ha depositado en él en el curso de su vida sacerdotal. Ha aprendido a respetar el infinito valor de un alma, sobre todo en su última hora. El hombre abre los ojos:
– ¡Fuera de aquí! ¡No quiero verlo!
El asunto pinta mal. Entristecido, pero no desanimado, el padre O’Malley se sienta tranquilamente y se sumerge en la oración. Deja pasar una buena hora, luego lo intenta nuevamente:
– ¿Quiere que hablemos un poco?
Misma reacción violenta del hombre que esta vez lo manda directamente «a paseo». Idéntica reacción del perseverante sacerdote que vuelve a sentarse y sigue intercediendo en paz. Tímidamente, el día despunta y algunas luces asoman por la ventana. La ciudad, lavada por la tormenta, comenzará pronto a vibrar. ¿Esta preciosa alma partirá sin la paz de Dios? El sacerdote está nuevamente atraído como por un imán a la cama.
-Estoy seguro de que desea hablar, ¿no es cierto?
– Bueno… De todas formas, ya no tengo mucho tiempo… ¡Es mejor decírselo! Soy alcohólico. Vivo solo desde hace mucho tiempo. Cuando era joven, tenía un buen empleo como ferroviario. Era un mecánico. Hace unos treinta años, una noche estalló una gran tormenta y todos los de mi servicio se refugiaron en una pequeña cabaña. Nos emborrachamos. Debía llegar un tren, y yo era el responsable de cambiar las señales. Me levanté y fui a levantar la señal para que el tren tomara los raíles correctos. Pero con mi dosis de alcohol, puse las señales al revés. Entonces ocurrió la desgracia: el tren tomó una vía equivocada y embistió a un automóvil que atravesaba ese paso a nivel. En el coche iba toda una familia: padre, madre, dos niñas… Todos murieron. Era cerca de Navidad. Eso nunca pude perdonármelo. Entonces, me fui, lo dejé todo, y me refugié en las montañas. Hace treinta años que vivo solo, como un salvaje.
Tom prorrumpe en sollozos. Ha depositado su drama en el corazón de ese desconocido y toda la pesadilla le vuelve a la memoria, su vida arruinada, esa desgracia irreparable, y la culpabilidad que le corroe sin tregua. No sospecha ni por un instante el estado de shock en que ha puesto a su interlocutor con esa terrible confidencia. El corazón del sacerdote está deshecho, per no es el momento de dejarse llevar por las emociones. El hombre puede morir en cualquier instante; no puede perder ni un solo segundo. El sacerdote invita a Tom a que entregue todos sus pecados a Dios y a recibir la absolución. Su voz tiembla porque para él también un terrible drama vuelve a su memoria.
– Sabe, en el coche, esa noche de Navidad, el padre y la madre iban con sus dos hijas… pero también tenían un niño pequeño que se había quedado en casa. Y ese niño… ese niño…¡era yo!
Tom, asombrado, intenta incorporarse, pero no puede pronunciar palabra.
– Tiene mi perdón, Tom… ¡está perdonado!, murmura el sacerdote como quien susurra un secreto muy íntimo.
A la salida del sol, el hombre se desliza hacia la muerte, ya no le tiene miedo a Dios. Si el niño salvado le ha perdonado lo imperdonable, ¿No lo va a perdonar Dios?… «
Recogido por Sor Emmanuel Maillard en EL NIÑO ESCONDIDO DE MEDJUGORJE "Health Communications"
Warren Miller, Deerfield Beach, Florida, EE.UU.