VIDA DE LA VIRGEN MARIA LXIV Y LXV

LXIV
La adoración de los servidores de los Reyes

Terminada la adoración del Niño, los Reyes se volvieron a sus carpas con  sus
acompañantes. Los criados y servidores se dispusieron a entrar en la gruta.
Habían descargado los animales, levantado las tiendas, ordenado todo; esperaban
ahora pacientemente delante de la puerta con mucha humildad. Eran más de
treinta; había algunos niños que llevaban apenas unos paños en la cintura y un
manto. Los servidores entraban de cinco en cinco en compañía de un personaje
principal, al cual servían; se arrodillaban delante del Niño y lo adoraban en
silencio. Al final entraron todos los niños, que adoraron al Niño Jesús con su
alegría inocente.

Los criados no permanecieron mucho tiempo en la gruta, porque los Reyes
volvieron a hacer otra entrada más solemne. Se habían revestido con mantos
largos y flotantes, llevando en las manos incensarios. Con gran respeto
incensaron al Niño, a la Madre, a José y a toda la gruta del Pesebre. Después de
haberse inclinado profundamente, se retiraron. Esta era la forma de adoración
que tenía la gente de ese país.

Durante todo este tiempo María y José se hallaban llenos de dulce alegría. Nunca
los había visto así: derramaban a menudo lágrimas de contento, pues los
consolaba inmensamente al ver los honores que rendían los Reyes al Niño Jesús, a
quien ellos tenían tan pobremente alojado, y cuya suprema dignidad conocían en
sus corazones. Se alegraban de que la Divina Providencia, no obstante la ceguera
de los hombres, había dispuesto y preparado para el Niño de la Promesa lo que
ellos no podían darle, enviando desde lejanas tierras a los que le rendían la
adoración debida a su dignidad, cumplida por los poderosos de la tierra con tan
santa munificencia. Adoraban al Niño Jesús juntamente con los santos Reyes y se
alegraban de los homenajes ofrecidos al Niño Dios.

Las tiendas de los visitantes estaban levantadas en el valle, situado detrás de
la gruta del Pesebre hasta la gruta de Maraha. Los animales estaban atados a
estacas enfiladas, separados por medio de cuerdas. Cerca de la carpa más grande,
al lado de la colina del Pesebre, había un espacio cubierto con esteras. Allí
habían dejado algo de los equipajes, porque la mayor parte fue guardada en la
gruta de la tumba de Maraña. Las estrellas lucían cuando terminaron todos de
pasar a la gruta de la adoración. Los Reyes se reunieron en círculo junto al
terebinto que se alzaba sobre la tumba de Maraña, y allí, en presencia de las
estrellas, entonaron algunos de sus cantos solemnes. ¡Es imposible decir la
impresión que causaban estos cantos tan hermosos en el silencio del valle,
aquella noche! Durante tantos siglos los antepasados de estos Reyes habían
mirado las estrellas, rezado, cantado, y ahora las ansias de tantos corazones
había tenido su cumplimiento. Cantaban llenos de exaltación y de santa alegría.

Mientras tanto José, con la ayuda de dos ancianos pastores, había preparado una
frugal comida en la tienda de los Reyes. Trajeron pan, fruta, panales de miel,
algunas hierbas y vasos de bálsamo; pusieron todo sobre una mesita baja cubierta
con un mantel. José habíase procurado todas estas cosas desde la mañana, para
recibir a los Reyes, cuya venida ya esperaba, porque la había anunciado de
antemano la Virgen Santísima. Cuando los Reyes volvieron a su carpa, vi que José
los recibía muy cordialmente y les rogaba que, siendo ellos los huéspedes, se
dignaran aceptar la sencilla comida que les ofrecía. Se colocó junto a ellos y
dieron principio a la comida.

José no mostraba timidez alguna; pero estaba tan contento que derramaba lágrimas
de pura alegría. Cuando vi esto pensé en mi difunto padre, que era un pobre
campesino, el cual con ocasión de mi toma de hábito se vio en la ocasión de
sentarse a la mesa con muchas personas distinguidas. En su sencillez y humildad
había sentido al principio mucho temor; luego se puso tan contento que lloró de
alegría: sin pretenderlo, ocupó el primer lugar en la fiesta.

Después de aquella pequeña comida José se retiró. Algunas personas más
importantes se fueron a una posada de Belén, y los demás se echaron sobre sus
lechos tendidos formando círculo bajo la tienda grande, y allí descansaron de
sus fatigas. José, vuelto a la gruta, puso todos los regalos a la derecha del
Pesebre, en un rincón, donde había levantado un tabique que ocultaba lo que
había detrás.

La criada de Ana que habíase quedado después de la partida de su ama, se mantuvo
oculta en la gruta lateral durante todo el tiempo de la ceremonia, y no volvió a
aparecer hasta que no se hubieron marchado todos. Era una mujer inteligente, de
espíritu muy reposado. No he visto ni a la Santa Familia ni a esta mujer mirar
con satisfacción mundana los regalos de los Reyes: todo fue aceptado con
reconocimiento humilde y, casi enseguida, repartido caritativamente entre los
necesitados.

Esta noche hubo bastante agitación con motivo de la llegada de la caravana a la
casa donde se pagaba el impuesto. Hubo más tarde muchas idas y venidas a la
ciudad, porque los pastores, que habían seguido el cortejo, regresaban a sus
lugares. También he visto que mientras los Reyes, llenos de júbilo, adoraban al
Niño y ofrecían sus presentes en la gruta del Pesebre, algunos judíos rondaban
por los alrededores, espiando desde cierta distancia, murmurando y
conferenciando en voz baja. Más tarde volví a verlos yendo y viniendo en Belén y
dando informes. He llorado por estos desgraciados. Sufro viendo la maldad de
estas personas que entonces como también ahora se ponen a observar y a murmurar,
cuando Dios se acerca a los hombres, y luego propalan mentiras, fruto de malicia
y perversidad. ¡Oh, cómo me parecían aquellos hombres dignos de compasión!
Tenían la salvación entre ellos y la rechazaban, en tanto que estos Reyes,
guiados por su fe sincera en la Promesa, habían venido desde tan lejos para
buscar la Salvación.

En Jerusalén he visto hoy a Herodes en compañía de algunos escribas, leyendo
rollos y hablando de lo que habían contado los Reyes. Después, todo entró de
nuevo en calma como si hubiese interés en hacer silencio en torno de este
asunto. 

LXV
Nueva visita de los Reyes Magos

Hoy de mañana, he visto a los Reyes Magos y a otras personas de su séquito que
visitaban sucesivamente a la Sagrada Familia. Los vi también durante el día
junto a sus campamentos y bestias de carga, ocupados en diversas distribuciones.
Como estaban llenos de alegría y se sentían felices, repartían muchos regalos.
He entendido que era costumbre entonces hacerlos en ocasión de acontecimientos
felices. Los pastores que habían ayudado a los Reyes recibieron valiosos
regalos, como también muchos pobres. Vi que ponían chales y paños sobre los
hombros de algunas viejecitas que habían llegado hasta el lugar. Algunas
personas del séquito de los Reyes deseaban quedarse en el valle de los pastores
para vivir con ellos. Hicieron conocer su deseo a los Reyes, los cuales no sólo
les dieron permiso sino que los colmaron de regalos, proveyéndoles de colchas,
vestidos, oro en grano y dejándoles los asnos en que habían venido montados.

Cuando vi que los Reyes distribuían tantos trozos de pan, yo me preguntaba de
dónde podían haberlo sacado, y recordé que los había visto, en los lugares donde
hacían campamento, preparar, con la provisión de harina que traían, panecillos
chatos como galletas, en moldes y amontonarlos dentro de cajas de cuero muy
livianas, que cargaban sobre sus bestias. Han llegado muchas personas de Belén
que, bajo diversos pretextos, rodeaban a los Reyes para obtener obsequios.

Por la noche volvieron los Reyes para despedirse. Apareció primero Mensor. María
le puso al Niño en los brazos, que el rey recibió llorando de alegría. Luego
acercáronse los otros dos Reyes, derramando lágrimas. Trajeron muchos regalos a
la Sagrada Familia: piezas de telas diversas, entre las cuales algunas parecían
de seda sin teñir y otras de color rojo o con diversas flores. Dejaron muy
hermosas colchas. Dejaron sus grandes y amplios mantos de color amarillo pálido,
tan livianos que al menor viento eran agitados: parecían hechos de lana
extremadamente fina. Traían varias copas, unas dentro de otras; cajas llenas de
granos y en un canasto, tiestos donde había hermosos ramos de una planta verde,
con hermosas flores blancas: eran plantas de mirra. Los tiestos estaban
colocados unos encima de otros dentro del canasto. Dejaron a José unos jaulones
llenos de pájaros, que habían traído en cantidad sobre sus dromedarios, para su
alimento durante el viaje.

Al momento de despedirse de María y del Niño, derramaron abundantes lágrimas.
María estaba de pie junto a ellos en el momento de la despedida. Llevaba en
brazos al Niño envuelto en su velo y dio algunos pasos para acompañar a los
Reyes hasta la puerta de la gruta. Se detuvo en silencio y para dejar un
recuerdo a aquellos hombres tan buenos quitóse el gran velo que tenía sobre la
cabeza, que era de tejido amarillo y con el cual envolvía a Jesús y lo puso en
manos de Mensor. Los Reyes recibieron el regalo inclinándose profundamente. Una
alegría llena de respeto los embargó cuando vieron a María sin velo, teniendo al
Niño en brazos. ¡Cuán dulces lágrimas derramaron al dejar la gruta! El velo fue
para ellos desde entonces la reliquia más preciada que poseyeran.

La Santísima Virgen recibía los dones, pero no parecía darles importancia
alguna, aunque en su humildad encantadora mostraba un profundo agradecimiento a
la persona que hacía el regalo. En todos estos homenajes no he visto en María
ningún acto o sentimiento de complacencia para consigo misma. Sólo por amor al
Niño Jesús y por compasión a San José se dejó llevar de la natural esperanza de
que en adelante el Niño Jesús y José encontrarían en Belén más simpatía que
antes y que ya no serían tratados con tanto desprecio como lo fueron a su
llegada. La tristeza y la inquietud de José la había afligido en extremo.

Cuando volvieron los Reyes a despedirse ya estaba la lámpara encendida en la
gruta. Todo estaba oscuro afuera. Los Reyes se fueron en seguida con sus
acompañantes y se reunieron debajo del terebinto, sobre la tumba de Maraña, para
celebrar allí, como en la víspera, algunas ceremonias de su culto. Debajo del
árbol habían encendido una lámpara y al aparecer las estrellas comenzaron a
rezar sus preces y a entonar melodiosos cantos, produciendo un efecto muy
agradable en ese coro las voces de los niños. Después se dirigieron a la carpa
donde José había preparado una modesta comida. Concluida ésta, algunos se
volvieron a la posada de Belén y otros descansaron bajo sus carpas.

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