SOBRE LA CASA DE LA VIRGEN MARÍA EN ÉFESO, Y SOR MARIA DE MANDAT-GRANCEY

Hola amigos, hoy he leído la noticia de la próxima beatificación de una monja que no conocía, Sor María de Mandat-Grancey. Lo que me ha llamado la atención del artículo es la referencia que hace al descubrimiento de la Casa de la Virgen María en Éfeso. Los que seguís el blog sabréis como yo que el descubrimiento de esta casa está atribuído a la beata Ana Catalina Emmerich, por lo que esta referencia me ha despertado la curiosidad y he investigado. Al final he descubierto que sí, al parecer Sor María fue la impulsora de la búsqueda de esta Casa pero siguiendo los datos que Ana Catalina había dejado en los escritos de sus visiones.

Seguidamente os transcribo dos textos que hablan sobre el tema. Recibid como siempre el más afectuoso de los saludos.

(leído en www.religionenlibertad.com )

LA RELIGIOSA QUE LOCALIZÓ LA CASA DE LA VIRGEN MARÍA EN ÉFESO, CAMINO DE LOS ALTARES.

El proceso de canonización es un largo camino que dura décadas y que no tiene asegurado el éxito final. El primer paso es la apertura de la causa de beatificación para documentar que el candidato vivió como un santo. Algo que no sucede todos los días en lugares como Kansas City, en Missouri.

Su catedral acogió la solemne apertura de la causa de beatificación de la monja francesa que en el siglo XIX descubrió la Casa de la Virgen María en Éfeso. Se trata de Sor María de Mandat-Grancey.

Aunque ella nunca estuvo en Kansas, el obispo de Kansas Robert Finn sí que visitó la casa de María en Éfeso y conoció al arzobispo del lugar. Éste le pidió que abriera la causa en Estados Unidos ya que en Turquía no tienen ni recursos ni personal para seguirla.

Sor Marie nació en 1837 en una familia noble. Sin embargo, renunció a todas sus posesiones para entrar en la orden de las Hijas de la Caridad.

Cuando trabajaba como superiora de un hospital naval en Turquía, decidió hacer todo lo posible para identificar la Casa de María en Éfeso. Se trata de la casa en la que según la tradición, el apóstol San Juan acogió a la Madre de Jesús hasta  el día de la Asunción.

Actualmente es un santuario para cristianos y musulmanes, que llevan allí “sus peticiones a la Madre de Dios, Theotokos, y Señora del Corán”. Es un lugar de peregrinación visitado cada año por millones de personas, la mayoría de ellos musulmanes.

También los papas Benedicto XVI, Juan Pablo II y Pablo VI han celebrado allí la Misa.

Por ahora, Kansas busca datos concretos que demuestren que la religiosa fue santa. Dentro de unos años los presentarán al Vaticano. Al final, el Papa decidirá si hay pruebas suficientes o no para convocar la beatificación.

 
 Casa de la Virgen María en Éfeso

(leído en www.webcatolicodejavier.org)

Después de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, María vivió tres años en Jerusalén, tres en Betania, y, al final, nueve años en las cercanías de Éfeso (Turquía). Su casa estaba situada a tres leguas y media de Éfeso. La Virgen partió de este mundo a los 63 años de edad. En ese lugar, en la actualidad, se encuentra la capilla de la Panaya Kapuli o Kaulu, que en turco significa Capilla de la Toda Pura María.

El 29 de julio de 1891, dos sacerdotes de la Congregación de la Misión (lazaristas) franceses, lo padres Henry Jung y Eugène Poulin, cediendo a las insistentes peticiones de Sor Marie de Mandat-Grancey, la superiora de las Hijas de la Caridad, que trabajaban en el hospital francés de Esmirna (Izmir), salieron en busca de la casa de María, teniendo como guía las visiones de la mística alemana la Beata Anna Katharina Emmerick (1774-1824). Esta religiosa fue beatificada por Juan Pablo II el 23 de octubre de 2004. Desde su lecho de enferma, en un pueblo de Westfalia, en el que transcurrió los últimos doce años de su vida, había recibido las visiones de la vida de Jesús y de la Virgen, recogidas y publicadas después de su muerte por el escritor alemán Clemens Brentano.

Tras muchos esfuerzos y calor, junto a una fuente, los dos sacerdotes misioneros encontraron las ruinas de una casa, que daba la impresión de haber sido utilizada como capilla, y que correspondía perfectamente a la descripción de Emmerick.

El primer peregrinaje a la Casa de la Virgen María tuvo lugar en 1896, cinco años después del descubrimiento de la casa. Dos guías trajeron a peregrinos de Esmirna a Éfeso. La mayoría de ellos hicieron la subida a pie, a caballo o a lomo de burro. Los primeros peregrinos del extranjero vinieron en 1906 conducidos por el profesor Miner y Franco Kayser. Había 47 personas de las cuales 10 eran Protestantes. En 1950, el dogma de la Asunción de Maria fue definido en Roma por el Papa Pío XII. Desde ese momento, el número turistas y peregrinos ha ido aumentado cada año.

Pablo VI visitó Estambul y se dirigió a Éfeso para visitar la casa de La Virgen Santísima el 26 de julio de 1967. Él entró al Santo Lugar escoltado por una multitud que aguardaba afuera, y luego rezó un buen rato frente al altar y luego encendió una lámpara que él mismo trajo en sus manos. Finalmente, obsequió a las hermanas de la Caridad, quienes se encargan de mantener y escoltar ese lugar, con un cáliz de oro para el oratorio.

El Papa Juan Pablo II también fué a visitar la casa de María el 30 de noviembre de 1979, después de su visita oficial a Ankara.

El Papa Benedicto XVI visitó la Casa de la Virgen el 29 de noviembre de 2006.


Nota: Los datos de este artículo referentes a la Virgen proceden de las revelaciones de Nuestro Señor a la Beata Anna Katharina Emmerick, religiosa agustina.

VIDA DE LA VIRGEN MARÍA LXVIII (ÚLTIMO DE ESTA SERIE)

LXVIII
Preparativos para la partida de la Sagrada Familia


En estos últimos días y hoy mismo he visto a José haciendo preparativos para la
próxima partida de la Sagrada Familia. Cada día iba disminuyendo los muebles y
utensilios. A los pastores les daba los tabiques movibles, los zarzos y otros
objetos con los cuales había hecho más habitable la gruta. Por la tarde, muchas
personas que iban a Belén para la fiesta del sábado, pasaban por la gruta del
Pesebre, pero la hallaron abandonada y prosiguieron su camino. Ana debe volver a
Nazaret después del sábado. He visto que están ordenando, envolviendo paquetes y
que cargan sobre dos asnos los objetos recibidos de los Reyes, especialmente las
alfombras, colchas y diversas piezas de género.

Esta noche celebraron la fiesta del sábado en la gruta de Maraña continuándola
durante el día 29, mientras en los alrededores reinaba gran tranquilidad.
Terminada la fiesta del sábado se preparó la partida de Ana. Esta noche vi por
segunda vez que María salía de la gruta de Maraña y llevaba al Niño a la gruta
del Pesebre en medio de las tinieblas de la noche. Lo colocó sobre una alfombra
en el lugar donde había nacido y rezó de rodillas junto al Niño. Se llenó toda
la gruta de luz celestial, como en el día del Nacimiento. Creo que María debió
ver toda esa luz.

El Domingo 30, por la mañana, Ana se despedía con ternura de la Sagrada Familia
y de los tres pastores, y se encaminaba con su gente a Nazaret. Llevaban sobre
sus bestias de carga todo lo que quedaba aún de los regalos de los Reyes y me
admiré mucho de que se llevasen un atadito que me pertenecía a mí. Tuve la
impresión de que se hallaba dentro de su equipaje y no podía comprender cómo Ana
se llevase algo que era mío. Ana se llevó muchos regalos de los tres Reyes,
especialmente ciertos tejidos. Una parte de ellos sirvió en la Iglesia primitiva
y algunas de estas cosas han llegado hasta nosotros. Entre mis reliquias hay un
trocito de colcha que cubría la mesita donde se pusieron los regalos de los
Reyes y otro es de uno de sus mantos. Yo misma debo tener un pedazo de género
que procede de los Reyes Magos. Poseían varios mantos: uno grueso y de tela
tupida para el mal tiempo; otro de color amarillo y un tercero, rojo, de una
hermosa lana muy fina. En las grandes ceremonias llevaban mantos de seda sin
teñir: los bordes estaban bordados de oro y la larga cola era llevada por los
hombres del séquito. Creo que hay cerca de mi un trozo de aquellos mantos y por
esta razón he podido ver junto a los Reyes, antes y esta noche, de nuevo,
algunas escenas relativas a la producción y al tejido de la seda.

En una región del Oriente, entre el país de Teokeno y el de Sair, había árboles
cubiertos de gusanos de seda. Alrededor de cada árbol habían cavado un pequeño
foso, para que estos gusanos no pudieran irse de allí y vi que colocaban con
frecuencia unas hojas debajo de esos árboles. En las ramas estaban suspendidas
cajitas, de donde sacaban objetos redondeados más largos que un dedo. Pensé que
se tratase de huevos de pájaros de alguna especie rara; pero luego entendí que
eran capullos hilados por estos gusanos al ver cómo las gentes los devanaban y
sacaban hilos muy delgados. Sujetaban una gran cantidad de ellos contra su pecho
e hilaban con un hermoso hilo que enrollaban sobre algo que tenían en la mano.
Tejían entre los árboles y su telar era muy sencillo. La pieza del género era
del ancho de la sábana que tengo en mi lecho.

VIDA DE LA VIRGEN MARIA LXVI Y LXVII

LXVI
El Ángel avisa a los Reyes los designios de Herodes

A medianoche tuve una visión. Vi a los Reyes descansando bajo su carpa sobre
colchas tendidas en el suelo y junto a ellos vi a un joven resplandeciente: un
ángel los despertaba diciéndoles que debían partir de inmediato, sin pasar por
Jerusalén, sino a través del desierto, costeando las orillas del Mar Muerto. Los
Reyes se levantaron de sus lechos y todo el séquito estuvo de pie en poco
tiempo. Uno de ellos fue al Pesebre a despertar a José, quien corrió a Belén
para avisar a los que allí se hospedaban; pero los encontró por el camino,
porque habían tenido la misma aparición. Plegaron la carpa, cargaron los
animales con el equipaje y todo fue enfardado y preparado con asombrosa rapidez.

Mientras los Reyes se despedían en forma sumamente conmovedora de San José,
delante de la gruta del Pesebre, una parte del séquito ya partía en grupos
separados para tomar la delantera en dirección al Mediodía, para costear el Mar
Muerto a través del desierto de Engaddi. Mucho instaron los Reyes a la Sagrada
Familia de que partiesen con ellos, diciendo que un gran peligro los amenazaba y
rogaron a María que por lo menos se ocultase con el pequeño Jesús para que no
sufriesen molestias por causa de ellos mismos. Lloraban como niños: abrazando a
José decían palabras muy conmovedoras.

Montando sobre sus cabalgaduras, ligeramente cargadas, se alejaron por el
desierto, he visto al ángel a su lado indicándoles el camino y pronto
desaparecieron de la vista. Siguieron separados, unos de otros, como un cuarto
de legua; luego en dirección al Oriente, por espacio de una legua y finalmente
torcieron hacia el Mediodía. He visto que pasaron por una región que Jesús
atravesó más tarde al volver de Egipto en el tercer año de su predicación.

El aviso del ángel a los Reyes había llegado a tiempo, pues las autoridades de
Belén abrigaban la determinación de prenderlos hoy mismo, con el pretexto de que
perturbaban el orden público, de encerrarlos en las profundas mazmorras que
existían debajo de la sinagoga y acusarlos después ante el rey Herodes. No sé si
obraban así por una orden secreta de Herodes o si lo hacían por exceso de celo
ellos mismos. Cuando se conoció esta mañana la huida de los Reyes, en el valle
tranquilo y solitario donde habían acampado, los viajeros se encontraban ya
cerca del desierto de Engaddi. En el valle no quedaban más que los rastros de
las pisadas de los animales y algunas estacas que habían servido para levantar
las tiendas.

La aparición de los Reyes había causado gran impresión en Belén y muchos se
arrepentían de no haber hospedado a José. Otros hablaban de los Reyes como de
aventureros que se dejaban llevar por imaginaciones extrañas. Había quienes
creían, en cambio, encontrarles alguna relación con los relatos de los pastores
acerca de la aparición de los ángeles. Todas estas cosas determinaron a las
autoridades de Belén, quizás por instigación de Herodes, a tomar medidas. He
visto reunidos a todos los habitantes de la ciudad por una convocatoria en el
centro de una plaza de la ciudad, donde había un pozo rodeado de árboles delante
de una casa grande, a la cual se subía por escalones. Precisamente desde esos
escalones fue leída una especie de proclama, donde se declamaba contra las cosas
supersticiosas y se prohibía ir a la morada de la gente que propalaba semejantes
rumores.

Cuando la muchedumbre se hubo retirado, vi a José acudir a esa casa, donde había
sido llamado y vi que fue interrogado por unos ancianos judíos. Lo he visto
volver al Pesebre y retornar ante el tribunal de ancianos. La segunda vez
llevaba un poco del oro que le habían dado los Reyes y lo entregó a esos
hombres, que luego lo dejaron en paz. Por eso me pareció que todo este
interrogatorio no tuvo otro objeto que el de arrancarle un puñado de oro. Las
autoridades habían hecho poner un tronco de árbol atravesado para obstruir el
camino que llevaba a los alrededores del Pesebre. Este camino no salía de la
ciudad sino que comenzaba en la plaza donde la Virgen se había detenido bajo el
árbol grande, salvando una muralla. Dejaron un centinela en una choza junto al
árbol y pusieron unos hilos sobre el camino, que hacían tocar una campanilla que
estaba en la cabaña de aquél, que les permitiría detener a quien intentase
pasar.

Por la tarde vi un grupo de dieciséis soldados de Herodes hablando con José.
Habían sido enviados allí por causa de los tres Reyes como si fuesen
perturbadores de la tranquilidad pública. No hallaron más que silencio y paz en
todas partes y en la gruta no vieron más que una pobre familia. Como por otra
parte tenían orden de no hacer nada que llamara la atención, regresaron como
habían venido, informando de lo que habían podido ver. José había llevado ya los
regalos de los Reyes y demás cosas que habían dejado antes de su partida,
guardándolos en la gruta de Maraña y en otras cavernas escondidas en la colina
del Pesebre.
 
Las cuevas existían desde los tiempos del patriarca Jacob. En aquella época en
que sólo había allí algunas cabañas en la que es hoy plaza de Belén, Jacob había
levantado su tienda sobre la colina del Pesebre.
LXVII
Visita de Zacarías
La Sagrada Familia se traslada a la tumba de Mahara

Zacarías, la Virgen, San José y el Niño.

Esta noche he visto a Zacarías de Hebrón que iba por primera vez: a visitar a la
Sagrada Familia. María estaba en la gruta y Zacarías, llorando lágrimas de
alegría, tomó en sus brazos al Niño y repitió, cambiando algunas frases, el
cántico de alabanza que había dicho en el momento de la circuncisión de Juan
Bautista. Más tarde Zacarías volvió a su casa y Ana acudió al lado de la Santa
Familia con su hija mayor. María de Helí era más alta que su madre y parecía de
más edad que ella. Reina gran alegría entre los parientes de la Sagrada Familia
y Ana se siente muy feliz. María pone con frecuencia al Niño en sus brazos y lo
deja a su cuidado. Con ninguna otra persona he visto que hiciera esto.

Una cosa me conmovió mucho: los cabellos del Niño Jesús, rubios y formando
bucles, tenían en su extremidad hermosos rayos de luz. Creo que le rizan el
cabello, pues veo que le frotan la cabecita al lavarlo, poniéndole un pequeño
abrigo sobre el cuerpo. Veo en la Sagrada Familia una piadosa y tierna
veneración en el trato con el Niño; pero todo lo hacen sencilla y naturalmente,
como pasa entre los santos y elegidos de Dios. El Niño muestra un cariño y una
ternura tal con su madre como nunca he visto en otros niños de corta edad.

María contaba a su madre Ana todo lo sucedido con la visita de los Reyes,
alegrándose mucho Ana de ver cómo habían sido llamados desde tan lejos esos
hombres para conocer al Niño de la Promesa. Observó los regalos de los Reyes,
ocultos en una excavación abierta en la pared y ayudó en la distribución de una
gran parte de ellos y a poner en orden los demás.

Todo estaba tranquilo en los alrededores de Belén, porque los caminos que
llevaban a la gruta y que no pasaban por la puerta de la ciudad estaban
obstruidos por las autoridades y José no iba ya a Belén a hacer sus compras
porque los pastores le traían cuanto necesitaba.

La parienta a cuya casa iba Ana y que estaba en la tribu de Benjamín, se llamaba
Mará, hija de Rhod, hermana de Santa Isabel. Era pobre y tuvo varios hijos, que
luego fueron discípulos de Jesús. Uno de ellos fue Natanael, el novio de las
bodas de Canaá. Esta Mará se halló presente en Éfeso en los momentos de la
muerte de María. Ana está en este momento sola con María en la gruta lateral.
Están trabajando juntas tejiendo una colcha ordinaria. La gruta del Pesebre
estaba completamente vacía. El asno de José estaba oculto detrás de unas zarzas.

Hoy volvieron algunos agentes de Herodes y pidieron en Belén noticias acerca de
un Niño recién Nacido. Llenaron especialmente de preguntas a una mujer judía que
poco tiempo antes había dado a luz a un niño. No fueron a la gruta porque antes
no habían encontrado allí nada más que a una pobre familia: estuvieron lejos de
pensar que podría tratarse del Niño de esa familia. Dos hombres de edad, de los
pastores que habían adorado al Niño Jesús, relataron a José la historia de esas
investigaciones. La Sagrada Familia y Ana se refugiaron en la gruta de la tumba
de Maraha. En la gruta del Pesebre no quedaba nada que pudiera dar a entender
que hubiera estado habitada: parecía un lugar abandonado. Los vi durante la
noche caminando por el valle con una luz velada: Ana llevaba el Niño y María y
José caminaban a su lado. Los pastores los guiaban llevando las colchas y todo
lo que necesitaban las mujeres y el Niño.

Tuve una visión, que no sé si la tuvo también la Sagrada Familia. Vi una gloria
formada por siete rostros de ángeles colocados uno sobre otro alrededor del Niño
Jesús. Aparecieron otras caras y otras formas luminosas, junto a Ana y a José,
que parecían llevarlos por el brazo. Al entrar en el vestíbulo cerraron la
puerta y al llegar a la gruta de la tumba hicieron los preparativos para el
descanso.

He visto a dos pastores que avisaban a María de la llegada de gente enviada por
las autoridades para tomar informes sobre su Niño. María sintió gran inquietud.
De pronto vi a José que entraba, tomaba al Niño en brazos y lo envolvía en un
manto para llevarlo. No recuerdo ya dónde fue con Él. Entonces vi a María, sola,
durante todo un medio día, en la gruta, llena de inquietud materna, sin el Niño
en su presencia. Cuando llegó la hora en que la llamaron para dar el pecho al
Niño, hizo lo que hacen las madres cuidadosas que han sufrido alguna agitación
violenta o tenido una conmoción de terror. Antes de amamantar al Niño, exprimió
de su seno la leche que se habría podido alterar, en una pequeña cavidad de la
piedra blanca de la gruta.

María habló de esta preocupación con uno de los pastores, hombre piadoso y grave
que había ido a buscarla para llevarla junto al Niño. Este hombre, profundamente
convencido de la santidad de la Madre del Redentor, sacó cuidadosamente aquella
leche de la cavidad de la piedra y lleno de fe sencilla y simple, la llevó a su
mujer, que tenía un niño de pecho al que no podía calmar ni acallar. Aquella
buena mujer tomó ese alimento con confianza y respeto y su fe se vio
recompensada, pues se encontró desde entonces con leche buena y abundante para
su hijo.

Después de esto, la piedra blanca de la gruta recibió una virtud semejante: he
visto que aún hoy en día también infieles y mahometanos usan de ella como un
remedio en éste y otros casos análogos. Desde entonces aquella tierra mezclada
con agua y comprimida en pequeños moldes es distribuida a toda la cristiandad
como objeto de devoción y a esta especie de reliquias llaman «Leche de la Virgen
Santísima».

VIDA DE LA VIRGEN MARIA LXIV Y LXV

LXIV
La adoración de los servidores de los Reyes

Terminada la adoración del Niño, los Reyes se volvieron a sus carpas con  sus
acompañantes. Los criados y servidores se dispusieron a entrar en la gruta.
Habían descargado los animales, levantado las tiendas, ordenado todo; esperaban
ahora pacientemente delante de la puerta con mucha humildad. Eran más de
treinta; había algunos niños que llevaban apenas unos paños en la cintura y un
manto. Los servidores entraban de cinco en cinco en compañía de un personaje
principal, al cual servían; se arrodillaban delante del Niño y lo adoraban en
silencio. Al final entraron todos los niños, que adoraron al Niño Jesús con su
alegría inocente.

Los criados no permanecieron mucho tiempo en la gruta, porque los Reyes
volvieron a hacer otra entrada más solemne. Se habían revestido con mantos
largos y flotantes, llevando en las manos incensarios. Con gran respeto
incensaron al Niño, a la Madre, a José y a toda la gruta del Pesebre. Después de
haberse inclinado profundamente, se retiraron. Esta era la forma de adoración
que tenía la gente de ese país.

Durante todo este tiempo María y José se hallaban llenos de dulce alegría. Nunca
los había visto así: derramaban a menudo lágrimas de contento, pues los
consolaba inmensamente al ver los honores que rendían los Reyes al Niño Jesús, a
quien ellos tenían tan pobremente alojado, y cuya suprema dignidad conocían en
sus corazones. Se alegraban de que la Divina Providencia, no obstante la ceguera
de los hombres, había dispuesto y preparado para el Niño de la Promesa lo que
ellos no podían darle, enviando desde lejanas tierras a los que le rendían la
adoración debida a su dignidad, cumplida por los poderosos de la tierra con tan
santa munificencia. Adoraban al Niño Jesús juntamente con los santos Reyes y se
alegraban de los homenajes ofrecidos al Niño Dios.

Las tiendas de los visitantes estaban levantadas en el valle, situado detrás de
la gruta del Pesebre hasta la gruta de Maraha. Los animales estaban atados a
estacas enfiladas, separados por medio de cuerdas. Cerca de la carpa más grande,
al lado de la colina del Pesebre, había un espacio cubierto con esteras. Allí
habían dejado algo de los equipajes, porque la mayor parte fue guardada en la
gruta de la tumba de Maraña. Las estrellas lucían cuando terminaron todos de
pasar a la gruta de la adoración. Los Reyes se reunieron en círculo junto al
terebinto que se alzaba sobre la tumba de Maraña, y allí, en presencia de las
estrellas, entonaron algunos de sus cantos solemnes. ¡Es imposible decir la
impresión que causaban estos cantos tan hermosos en el silencio del valle,
aquella noche! Durante tantos siglos los antepasados de estos Reyes habían
mirado las estrellas, rezado, cantado, y ahora las ansias de tantos corazones
había tenido su cumplimiento. Cantaban llenos de exaltación y de santa alegría.

Mientras tanto José, con la ayuda de dos ancianos pastores, había preparado una
frugal comida en la tienda de los Reyes. Trajeron pan, fruta, panales de miel,
algunas hierbas y vasos de bálsamo; pusieron todo sobre una mesita baja cubierta
con un mantel. José habíase procurado todas estas cosas desde la mañana, para
recibir a los Reyes, cuya venida ya esperaba, porque la había anunciado de
antemano la Virgen Santísima. Cuando los Reyes volvieron a su carpa, vi que José
los recibía muy cordialmente y les rogaba que, siendo ellos los huéspedes, se
dignaran aceptar la sencilla comida que les ofrecía. Se colocó junto a ellos y
dieron principio a la comida.

José no mostraba timidez alguna; pero estaba tan contento que derramaba lágrimas
de pura alegría. Cuando vi esto pensé en mi difunto padre, que era un pobre
campesino, el cual con ocasión de mi toma de hábito se vio en la ocasión de
sentarse a la mesa con muchas personas distinguidas. En su sencillez y humildad
había sentido al principio mucho temor; luego se puso tan contento que lloró de
alegría: sin pretenderlo, ocupó el primer lugar en la fiesta.

Después de aquella pequeña comida José se retiró. Algunas personas más
importantes se fueron a una posada de Belén, y los demás se echaron sobre sus
lechos tendidos formando círculo bajo la tienda grande, y allí descansaron de
sus fatigas. José, vuelto a la gruta, puso todos los regalos a la derecha del
Pesebre, en un rincón, donde había levantado un tabique que ocultaba lo que
había detrás.

La criada de Ana que habíase quedado después de la partida de su ama, se mantuvo
oculta en la gruta lateral durante todo el tiempo de la ceremonia, y no volvió a
aparecer hasta que no se hubieron marchado todos. Era una mujer inteligente, de
espíritu muy reposado. No he visto ni a la Santa Familia ni a esta mujer mirar
con satisfacción mundana los regalos de los Reyes: todo fue aceptado con
reconocimiento humilde y, casi enseguida, repartido caritativamente entre los
necesitados.

Esta noche hubo bastante agitación con motivo de la llegada de la caravana a la
casa donde se pagaba el impuesto. Hubo más tarde muchas idas y venidas a la
ciudad, porque los pastores, que habían seguido el cortejo, regresaban a sus
lugares. También he visto que mientras los Reyes, llenos de júbilo, adoraban al
Niño y ofrecían sus presentes en la gruta del Pesebre, algunos judíos rondaban
por los alrededores, espiando desde cierta distancia, murmurando y
conferenciando en voz baja. Más tarde volví a verlos yendo y viniendo en Belén y
dando informes. He llorado por estos desgraciados. Sufro viendo la maldad de
estas personas que entonces como también ahora se ponen a observar y a murmurar,
cuando Dios se acerca a los hombres, y luego propalan mentiras, fruto de malicia
y perversidad. ¡Oh, cómo me parecían aquellos hombres dignos de compasión!
Tenían la salvación entre ellos y la rechazaban, en tanto que estos Reyes,
guiados por su fe sincera en la Promesa, habían venido desde tan lejos para
buscar la Salvación.

En Jerusalén he visto hoy a Herodes en compañía de algunos escribas, leyendo
rollos y hablando de lo que habían contado los Reyes. Después, todo entró de
nuevo en calma como si hubiese interés en hacer silencio en torno de este
asunto. 

LXV
Nueva visita de los Reyes Magos

Hoy de mañana, he visto a los Reyes Magos y a otras personas de su séquito que
visitaban sucesivamente a la Sagrada Familia. Los vi también durante el día
junto a sus campamentos y bestias de carga, ocupados en diversas distribuciones.
Como estaban llenos de alegría y se sentían felices, repartían muchos regalos.
He entendido que era costumbre entonces hacerlos en ocasión de acontecimientos
felices. Los pastores que habían ayudado a los Reyes recibieron valiosos
regalos, como también muchos pobres. Vi que ponían chales y paños sobre los
hombros de algunas viejecitas que habían llegado hasta el lugar. Algunas
personas del séquito de los Reyes deseaban quedarse en el valle de los pastores
para vivir con ellos. Hicieron conocer su deseo a los Reyes, los cuales no sólo
les dieron permiso sino que los colmaron de regalos, proveyéndoles de colchas,
vestidos, oro en grano y dejándoles los asnos en que habían venido montados.

Cuando vi que los Reyes distribuían tantos trozos de pan, yo me preguntaba de
dónde podían haberlo sacado, y recordé que los había visto, en los lugares donde
hacían campamento, preparar, con la provisión de harina que traían, panecillos
chatos como galletas, en moldes y amontonarlos dentro de cajas de cuero muy
livianas, que cargaban sobre sus bestias. Han llegado muchas personas de Belén
que, bajo diversos pretextos, rodeaban a los Reyes para obtener obsequios.

Por la noche volvieron los Reyes para despedirse. Apareció primero Mensor. María
le puso al Niño en los brazos, que el rey recibió llorando de alegría. Luego
acercáronse los otros dos Reyes, derramando lágrimas. Trajeron muchos regalos a
la Sagrada Familia: piezas de telas diversas, entre las cuales algunas parecían
de seda sin teñir y otras de color rojo o con diversas flores. Dejaron muy
hermosas colchas. Dejaron sus grandes y amplios mantos de color amarillo pálido,
tan livianos que al menor viento eran agitados: parecían hechos de lana
extremadamente fina. Traían varias copas, unas dentro de otras; cajas llenas de
granos y en un canasto, tiestos donde había hermosos ramos de una planta verde,
con hermosas flores blancas: eran plantas de mirra. Los tiestos estaban
colocados unos encima de otros dentro del canasto. Dejaron a José unos jaulones
llenos de pájaros, que habían traído en cantidad sobre sus dromedarios, para su
alimento durante el viaje.

Al momento de despedirse de María y del Niño, derramaron abundantes lágrimas.
María estaba de pie junto a ellos en el momento de la despedida. Llevaba en
brazos al Niño envuelto en su velo y dio algunos pasos para acompañar a los
Reyes hasta la puerta de la gruta. Se detuvo en silencio y para dejar un
recuerdo a aquellos hombres tan buenos quitóse el gran velo que tenía sobre la
cabeza, que era de tejido amarillo y con el cual envolvía a Jesús y lo puso en
manos de Mensor. Los Reyes recibieron el regalo inclinándose profundamente. Una
alegría llena de respeto los embargó cuando vieron a María sin velo, teniendo al
Niño en brazos. ¡Cuán dulces lágrimas derramaron al dejar la gruta! El velo fue
para ellos desde entonces la reliquia más preciada que poseyeran.

La Santísima Virgen recibía los dones, pero no parecía darles importancia
alguna, aunque en su humildad encantadora mostraba un profundo agradecimiento a
la persona que hacía el regalo. En todos estos homenajes no he visto en María
ningún acto o sentimiento de complacencia para consigo misma. Sólo por amor al
Niño Jesús y por compasión a San José se dejó llevar de la natural esperanza de
que en adelante el Niño Jesús y José encontrarían en Belén más simpatía que
antes y que ya no serían tratados con tanto desprecio como lo fueron a su
llegada. La tristeza y la inquietud de José la había afligido en extremo.

Cuando volvieron los Reyes a despedirse ya estaba la lámpara encendida en la
gruta. Todo estaba oscuro afuera. Los Reyes se fueron en seguida con sus
acompañantes y se reunieron debajo del terebinto, sobre la tumba de Maraña, para
celebrar allí, como en la víspera, algunas ceremonias de su culto. Debajo del
árbol habían encendido una lámpara y al aparecer las estrellas comenzaron a
rezar sus preces y a entonar melodiosos cantos, produciendo un efecto muy
agradable en ese coro las voces de los niños. Después se dirigieron a la carpa
donde José había preparado una modesta comida. Concluida ésta, algunos se
volvieron a la posada de Belén y otros descansaron bajo sus carpas.

VIDA DE LA VIRGEN MARÍA, LXII Y LXIII

LXII
Viaje de los Reyes de Jerusalén a Belén

Veo la caravana de los Reyes junto a una puerta situada al Mediodía. Un grupo de
hombres los acompañaba hasta un arroyo delante de la ciudad, y luego volvieron.
No bien habían pasado el arroyo, se detuvieron buscando con los ojos la estrella
en el firmamento. Habiéndola visto prorrumpieron en exclamaciones de alegría y
continuaron su marcha cantando sus melodías. La estrella no los llevaba en línea
recta sino que se desviaba algo hacia el Oeste. Pasaron frente a una pequeña
ciudad, que conozco muy bien; se detuvieron detrás de ella, y oraron mirando
hacia el Mediodía, en un paraje ameno cerca de un caserío. En este lugar,
delante de ellos, surgió un manantial de agua, que los llenó de contento.
Bajando de sus cabalgaduras cavaron para esta fuente un pilón, rodeándolo de
piedras, arena y césped. Durante varias horas se detuvieron allí dando de beber
y alimentando a sus bestias. También tomaron su alimento, ya que en Jerusalén no
habían podido descansar ni comer debido a las preocupaciones de la llegada. He
visto más tarde que Jesucristo se detuvo varias veces junto a esta fuente en
compañía de sus discípulos.

La estrella, que brillaba en la noche como un globo de fuego, se parecía ahora
más bien a la luna cuando se la ve de día; no era perfectamente redonda, sino
que parecía recortada y a menudo estaba oculta entre las nubes. En el camino de
Belén a Jerusalén había mucho movimiento de caminantes con equipajes y animales
de carga. Eran personas que volvían quizás de Belén después de pagar los
impuestos, o que iban a Jerusalén al mercado o para visitar el Templo. Esto
sucedía en el camino principal; pero el sendero de los Reyes estaba solitario, y
Dios los guiaba por allí sin duda para que pudieran llegar de noche a Belén y no
llamar demasiado la atención.

Se pusieron en camino cuando el sol estaba muy bajo; marchaban en el orden con
que habían venido. Mensor, el más joven, iba delante; luego Sair, el cetrino, y
por último, Teokeno, el blanco, por ser de más edad. Hoy, a la hora del
crepúsculo, he visto a la caravana de los Reyes llegando a Belén, cerca de aquel
edificio donde José y María se habían hecho inscribir y que había sido la casa
solariega de la familia de David. Quedan sólo algunos restos de los muros del
edificio que había pertenecido a los padres de José. Era una casa grande rodeada
de otras menores, con un patio cerrado, delante del cual había una plaza con
árboles y una fuente. Vi soldados romanos en esta plaza, porque la casa se había
convertido en una oficina de impuestos.

Al llegar la caravana cierto número de curiosos se agolpó en torno de los
viajeros. La estrella había desaparecido de nuevo y esto inquietaba a los Reyes.
Se acercaron algunos hombres dirigiéndoles preguntas. Ellos bajaron de sus
cabalgaduras y desde la casa he visto que acudían empleados a su encuentro,
llevando palmas en las manos y ofreciéndoles refrescos: era la costumbre de
recibir a los extranjeros distinguidos. Yo pensaba para mí: «Son mucho más
amables de lo que lo fueron con el pobre José; sólo porque éstos distribuían
monedas de oro». Les dijeron que el valle de los pastores era apropiado para
levantar las carpas, y ellos quedaron algún tiempo indecisos. No les he oído
preguntar nada del Rey y Niño recién Nacido. Aún sabiendo que Belén era el lugar
designado por las profecías, ellos, recordando lo que Herodes les había
encargado, temían llamar la atención con sus preguntas.

Poco después vieron brillar en el cielo un meteoro, sobre Belén: era semejante a
la luna cuando aparece. Montaron en sus cabalgaduras, y costeando un foso y unos
muros en ruina dieron la vuelta a Belén por el Mediodía y se dirigieron al
Oriente, en dirección a la gruta del Pesebre, que abordaron por el costado de la
llanura, donde los ángeles se habían aparecido a los pastores.

La Asoración de los Reyes

 

LXIII
La adoración de los Reyes Magos

Se apearon al llegar cerca de la gruta de la tumba de Maraña, en el valle,
detrás de la gruta del Pesebre. Los criados desliaron muchos paquetes,
levantaron una gran carpa e hicieron otros arreglos con la ayuda de algunos
pastores que les señalaron los lugares más apropiados. Se encontraba ya en parte
arreglado el campamento cuando los Reyes vieron la estrella aparecer brillante y
muy clara sobre la colina del Pesebre, dirigiendo hacia la gruta sus rayos en
línea recta. La estrella estaba muy crecida y derramaba mucha luz; por eso la
miraban con grande asombro. No se veía casa alguna por la densa oscuridad, y la
colina aparecía en forma de una muralla. De pronto vieron dentro de la luz la
forma de un Niño resplandeciente y sintieron extraordinaria alegría. Todos
procuraron manifestar su respeto y veneración.

Los tres Reyes se dirigieron a la colina, hasta la puerta de la gruta. Mensor la
abrió, y vio su interior lleno de luz celestial, y a la Virgen, en el fondo,
sentada, teniendo al Niño tal como él y sus compañeros la habían contemplado en
sus visiones. Volvió para contar a sus compañeros lo que había visto. En esto
José salió de la gruta acompañado de un pastor anciano y fue a su encuentro. Los
tres Reyes le dijeron con simplicidad que habían venido para adorar al Rey de
los Judíos recién Nacido, cuya estrella habían observado, y querían ofrecerle
sus presentes. José los recibió con mucho afecto. El pastor anciano los acompañó
hasta donde estaban los demás y les ayudó en los preparativos, juntamente con
otros pastores allí presentes.

Los Reyes se dispusieron para una ceremonia solemne. Les vi revestirse de mantos
muy amplios y blancos, con una cola que tocaba el suelo. Brillaban con reflejos,
como si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban en torno de sus
personas. Eran las vestiduras para las ceremonias religiosas. En la cintura
llevaban bolsas y cajas de oro colgadas de cadenillas, y cubríanlo todo con sus
grandes mantos. Cada uno de los Reyes iba seguido por cuatro personas de su
familia, además, de algunos criados de Mensor que llevaban una pequeña mesa, una
carpeta con flecos y otros objetos.

Los Reyes siguieron a José, y al llegar bajo el alero, delante de la gruta,
cubrieron la mesa con la carpeta y cada uno de ellos ponía sobre ella las
cajitas de oro y los recipientes que desprendían de su cintura. Así ofrecieron
los presentes comunes a los tres. Mensor y los demás se quitaron las sandalias y
José abrió la puerta de la gruta. Dos jóvenes del séquito de Mensor, que le
precedían, tendieron una alfombra sobre el piso de la gruta, retirándose después
hacia atrás, siguiéndoles otros dos con la mesita donde estaban colocados los
presentes. Cuando estuvo delante de la Santísima Virgen, el rey Mensor depositó
estos presentes a sus pies, con todo respeto, poniendo una rodilla en tierra.
Detrás de Mensor estaban los cuatro de su familia, que se inclinaban con toda
humildad y respeto.

Mientras tanto Sair y Teokeno aguardaban atrás, cerca de la entrada de la gruta.
Se adelantaron a su vez llenos de alegría y de emoción, envueltos en la gran luz
que llenaba la gruta, a pesar de no haber allí otra luz que el que es Luz del
mundo. María se hallaba como recostada sobre la alfombra, apoyada sobre un
brazo, a la izquierda del Niño Jesús, el cual estaba acostado dentro de la
gamella, cubierta con un lienzo y colocada sobre una tarima en el sitio donde
había nacido.

Cuando entraron los Reyes la Virgen se puso el velo, tomó al Niño en sus brazos,
cubriéndolo con un velo amplio. El rey Mensor se arrodilló y ofreciendo los
dones pronunció tiernas palabras, cruzó las manos sobre el pecho, y con la
cabeza descubierta e inclinada, rindió homenaje al Niño. Entre tanto María había
descubierto un poco la parte superior del Niño, quien miraba con semblante
amable desde el centro del velo que lo envolvía. María sostenía su cabecita con
un brazo y lo rodeaba con el otro. El Niño tenía sus manecitas juntas sobre el
pecho y las tendía graciosamente a su alrededor. ¡Oh, qué felices se sentían
aquellos hombres venidos del Oriente para adorar al Niño Rey!

Viendo esto decía entre mí: «Sus corazones son puros y sin mancha; están llenos
de ternura y de inocencia como los corazones de los niños inocentes y piadosos.
No se ve en ellos nada de violento, a pesar de estar llenos del fuego del amor».
Yo pensaba: «Estoy muerta; no soy más que un espíritu: de otro modo no podría
ver estas cosas que ya no existen, y que, sin embargo, existen en este momento.
Pero esto no existe en el tiempo, porque en Dios no hay tiempo: en Dios todo es
presente. Yo debo estar muerta; no debo ser más que un espíritu». Mientras
pensaba estas cosas, oí una voz que me dijo: «¿Qué puede importarte todo esto
que piensas?… Contempla y alaba a Dios, que es Eterno, y en Quien todo es
eterno».

Vi que el rey Mensor sacaba de una bolsa, colgada de la cintura, un puñado de
barritas compactas del tamaño de un dedo, pesadas, afiladas en la extremidad,
que brillaban como oro. Era su obsequio. Lo colocó humildemente sobre las
rodillas de María, al lado del Niño Jesús. María tomó el regalo con un
agradecimiento lleno de sencillez y de gracia, y lo cubrió con el extremo de su
manto. Mensor ofrecía las pequeñas barras de oro virgen, porque era sincero y
caritativo, buscando la verdad con ardor constante e inquebrantable.

Después se retiró, retrocediendo, con sus cuatro acompañantes; mientras Sair, el
rey cetrino, se adelantaba con los suyos y se arrodillaba con profunda humildad,
ofreciendo su presente con expresiones muy conmovedoras. Era un recipiente de
incienso, lleno de pequeños granos resinosos, de color verde, que puso sobre la
mesa, delante del Niño Jesús. Sair ofreció incienso porque era un hombre que se
conformaba respetuosamente con la Voluntad de Dios, de todo corazón y seguía
esta voluntad con amor. Se quedó largo rato arrodillado, con gran fervor.

Se retiró y se adelantó Teokeno, el mayor de los tres, ya de mucha edad. Sus
miembros algo endurecidos no le permitían arrodillarse: permaneció de pie,
profundamente inclinado, y puso sobre la mesa un vaso de oro que tenía una
hermosa planta verde. Era un arbusto precioso, de tallo recto, con pequeñas
ramitas crespas coronadas de hermosas flores blancas: la planta de la mirra.
Ofreció la mirra por ser el símbolo de la mortificación y de la victoria sobre
las pasiones, pues este excelente hombre había sostenido lucha constante contra
la idolatría, la poligamia y las costumbres estragadas de sus compatriotas.
Lleno de emoción estuvo largo tiempo con sus cuatro acompañantes ante el Niño
Jesús.

Yo tenía lástima por los demás que estaban fuera de la gruta esperando turno
para ver al Niño. Las frases que decían los Reyes y sus acompañantes estaban
llenas de simplicidad y fervor. En el momento de hincarse y ofrecer sus dones
decían más o menos lo siguiente: «Hemos visto su estrella; sabemos que Él es el
Rey de los Reyes; venimos a adorarle, a ofrecerle nuestros homenajes y nuestros
regalos». Estaban como fuera de sí, y en sus simples e inocentes plegarias
encomendaban al Niño Jesús sus propias personas, sus familias, el país, los
bienes y todo lo que tenía para ellos algún valor sobre la tierra. Le ofrecían
sus corazones, sus almas, sus pensamientos y todas sus acciones. Pedían
inteligencia clara, virtud, felicidad, paz y amor. Se mostraban llenos de amor y
derramaban lágrimas de alegría, que caían sobre sus mejillas y sus barbas. Se
sentían plenamente felices. Habían llegado hasta aquella estrella, hacia la cual
desde miles de años sus antepasados habían dirigido sus miradas y sus ansias,
con un deseo tan constante. Había en ellos toda la alegría de la Promesa
realizada después de tan largos siglos de espera.

María aceptó los presentes con actitud de humilde acción de gracias. Al
principio no decía nada: sólo expresaba su reconocimiento con un simple
movimiento de cabeza, bajo el velo. El cuerpecito del Niño brillaba bajo los
pliegues del manto de María. Después la Virgen dijo palabras humildes y llenas
de gracia a cada uno de los Reyes, y echó su velo un tanto hacia atrás.

Aquí recibí una lección muy útil. Yo pensaba: «¡Con qué dulce y amable gratitud
recibe María cada regalo! Ella, que no tiene necesidad de nada, que tiene a
Jesús, recibe los dones con humildad. Yo también recibiré con gratitud todos los
regalos que me hagan en lo futuro». ¡Cuánta bondad hay en María y en José! No
guardaban casi nada para ellos, todo lo distribuían entre los pobres.

Vida de la Virgen María LXI

LXI
Los Reyes Magos conducidos al palacio de Herodes

Recreación del Palacio de Herodes en tiempos de Jesús

En esta mañana muy temprano Herodes hizo llevar al palacio, en secreto, a los
Reyes. Fueron recibidos bajo una arcada y conducidos luego a una sala, donde he
visto ramas verdes con flores en vasos y refrescos para beber. Después de algún
tiempo apareció Herodes. Los Magos se inclinaron ante él y pasaron a
interrogarle sobre el Rey de los Judíos recién Nacido. Herodes ocultó su gran
turbación y se mostró contento de la noticia. Vi que estaban con él algunos de
los escribas. Herodes preguntó algunos detalles sobre lo que habían visto, y el
Rey Mensor describió la última aparición que habían tenido antes de partir. Era,
dijo, una Virgen y delante de Ella un Niño, de cuyo costado derecho había
brotado una rama luminosa; luego, sobre ésta había aparecido una torre con
varias puertas. La torre se transformó en una gran ciudad, sobre la cual se
manifestó el Niño con una corona, una espada y un cetro, como si fuese Rey.
Después de esto se vieron ellos mismos, como también todos los
reyes del mundo, postrados delante de ese Niño en acto de adoración; pues poseía
un imperio delante del cual todos los demás imperios debían someterse; y así en
esta forma describió lo que habían visto.

Herodes les habló de una profecía que hablaba de algo parecido sobre Belén de
Efrata; les dijo que fueran secretamente allá y cuando hubiesen encontrado al
Niño volvieran a decirle el resultado, para que él también pudiera ir a
adorarle. Los Reyes no tocaron los alimentos que se les había preparado y
volvieron a su alojamiento. Era muy temprano, casi al amanecer, pues he visto
todavía las linternas encendidas delante del palacio de Herodes. Herodes
conferenció con ellos en secreto para que no se hiciera público el
acontecimiento. Al aclarar del todo prepararon la partida. La gente que los
había acompañado hasta Jerusalén se hallaba ya dispersa por la ciudad desde la
víspera.

El ánimo de Herodes estaba en aquellos días lleno de descontento e irritación.
Al tiempo del Nacimiento de Jesucristo se encontraba en su castillo, cerca de
Jericó, y había ordenado hacía poco un cobarde asesinato. Había colocado en
puestos altos del Templo a gente que le referían todo lo que allí se hablaba,
para que denunciasen a los que se oponían a sus designios. Un hombre justo y
honrado, alto empleado en el Templo, era el principal de los que consideraba él
como sus adversarios. Herodes con fingimiento lo invitó a que fuera a verlo a
Jericó y lo hizo atacar y asesinar en el camino, achacando ese crimen a algunos
asaltantes.

Algunos días después de esto fue a Jerusalén para tomar parte en la fiesta de la
Dedicación del Templo, que tenía lugar el 25 del mes de Casleu y allí se
encontró enredado en un asunto muy desagradable. Queriendo congraciarse con los
judíos había mandado hacer una estatua o figura de cordero o más bien de
cabrito, porque tenía cuernos, para que fuera colocada en la puerta que llevaba
del patio de las mujeres al de las inmolaciones. Hizo esto de su propia
iniciativa, pensando que los judíos se lo agradecerían; pero los sacerdotes se
opusieron tenazmente a ello, aunque los amenazó con hacerles pagar una multa por
su resistencia. Ellos replicaron que pagarían, pero que no toleraban esa imagen
contraria a las prescripciones de la Ley. Herodes se irritó mucho y pretendió
colocarla ocultamente; pero al llevarla, un israelita muy celoso tomó la imagen
y la arrojó al suelo, quebrándola en dos pedazos. Se promovió un gran tumulto y
Herodes hizo encarcelar al hombre. Todo esto lo había irritado mucho y estaba
arrepentido de haber ido a la fiesta; sus cortesanos trataban de distraerlo y
divertirlo. En este estado de ánimo lo encontró la noticia del Nacimiento de
Cristo.

En Judea hacía tiempo que hombres piadosos vivían, en la esperanza de que pronto
había de llegar el Mesías y los sucesos acontecidos en el Nacimiento del Niño se
habían divulgado por medio de los pastores. Con todo, muchas personas
importantes oían estas cosas como fábulas y vanas palabras y el mismo Herodes
había oído hablar y enviado secretamente algunos hombres a tomar informes de lo
que se decía. Estos emisarios estuvieron, en efecto, tres días después de haber
nacido Jesús y luego de haber conversado con José, declararon, como hombres
orgullosos, que todo era cosa sin importancia: que en la gruta no había más que
una pobre familia de la cual no valía la pena que nadie se ocupara. El orgullo
que los dominaba les había impedido interrogar seriamente a José desde un
principio, tanto más que llevaban orden de proceder en el mayor secreto, sin
llamar la atención.

Cuando de pronto llegaron los Reyes Magos con su numeroso séquito, Herodes se
llenó de nuevas inquietudes, ya que estos hombres venían de lejos y todo esto
era más que rumores sin importancia. Como hablaran los Reyes con tanta
convicción del Rey recién Nacido, fingió Herodes deseos de ir a ofrecerle sus
homenajes, lo cual alegró mucho a los Reyes, creyéndolo bien dispuesto. La
ceguera del orgullo de los escribas no acabó de tranquilizarlo y el interés de
conservar en secreto este asunto fue causa de la conducta que observó. No hizo
objeciones a lo que decían los Reyes, no hizo perseguir en seguida al Niño para
no exponerse a las críticas de un pueblo difícil de gobernar y resolvió recabar
por medio de ellos noticias más exactas para tomar luego las medidas del caso.

Como los Reyes, advertidos por Dios, no volvieron a dar noticias, hizo explicar
que la huida de los Reyes era consecuencia de la ilusión mentirosa que habían
sufrido y que no se habían atrevido a comparecer de nuevo, porque estaban
avergonzados del engaño en que habían caído y al que habían querido arrastrar a
los demás. Mandaba decir: «¿Qué razones podían tener para salir clandestinamente
después de haber sido recibidos aquí en forma tan amistosa?…» De este modo
Herodes trató de adormecer este asunto disponiendo que en Belén nadie se pusiese
en relación con esa Familia, de la que se había hablado tanto, ni recoger los
rumores e invenciones que se propalaban para extraviar los espíritus.

Habiendo vuelto quince días más tarde la Sagrada Familia a Nazaret, se dejó
pronto de hablar de cosas de las cuales la multitud no había tenido más que
conocimientos vagos, y las gentes piadosas, por otro lado, llenas de esperanza,
guardaban un discreto silencio. Cuando pareció que todo quedaba olvidado, pensó
entonces Herodes en deshacerse del Niño y supo que la Familia había dejado a
Nazaret, llevándose al Niño. Lo hizo buscar durante bastante tiempo; pero
habiendo perdido toda esperanza de encontrarlo, creció mayormente su inquietud y
determinó ejecutar la medida extrema de la matanza de los niños. Tomó en esta
ocasión todas sus medidas y envió tropas de antemano a los lugares donde podía
temerse una sublevación. Creo que la matanza se hizo en siete lugares
diferentes.

VIDA DE LA VIRGEN MARIA LX

LX Llegada de los Reyes Magos a Jerusalén

La comitiva de los Reyes partió de noche de Metanea y tomó un camino muy
transitable, y aunque los viajeros no entraron ni atravesaron ninguna otra
ciudad, pasaron a lo largo de las aldeas donde Jesús más tarde enseñó, curó a
enfermos y bendijo a los niños al finalizar el mes de Junio del tercer año de su
predicación. Betabara era uno de esos sitios adonde llegaron una mañana temprano
para pasar el Jordán. Como era sábado encontraron pocas persona en el camino.
Esta mañana vi la caravana de los Reyes que pasaba el Jordán a las siete.
Comúnmente se cruzaba el río sirviéndose de un aparato fabricado con vigas; pero
para los grandes pasajes, con cargas pesadas, se hacía por una especie de
puente. Los boteros que vivían cerca del puente hacían este trabajo mediante una
paga; pero como era sábado y no podían trabajar, tuvieron que ocuparse los
mismos viajeros, cooperando algunos hombres paganos ayudantes de los boteros
judíos. La anchura del Jordán no era mucha en este lugar y además estaba lleno
de bancos de arena. Sobre las vigas, por donde se cruzaba de ordinario, fueron
colocadas algunas planchas, haciendo pasar a los camellos por encima. Demoró
mucho antes que todos hubieron pasado a la orilla opuesta del río.

Dejando a Jericó a la derecha van en dirección de Belén; pero se desvían hacia
la derecha para ir a Jerusalén. Hay como un centenar de hombres con ellos. Veo
de lejos una ciudad conocida: es pequeña y se halla cerca de un arroyuelo que
corre de Oeste a Este a partir de Jerusalén, y me parece que han de pasar por
esta ciudad. Por algún tiempo el arroyo corre a la izquierda de ellos y según
sube o baja el camino. Unas veces se ve a Jerusalén, otras veces no se la puede
ver. Al fin se desviaron en dirección a Jerusalén y no pasaron por la pequeña
ciudad.

El Sábado 22, después de la terminación de la fiesta, la caravana de los Reyes
llegó a las puertas de Jerusalén. He visto la ciudad con sus altas torres
levantadas hacia el cielo. La estrella que los había guiado casi había
desaparecido y sólo daba una débil luz detrás de la ciudad. A medida que
entraban en la Judea y se acercaban a Jerusalén, los Reyes iban perdiendo
confianza, porque la estrella no tenía ya el brillo de antes y aún la veían con
menos frecuencia en esta comarca. Habían pensado encontrar en todas partes
festejos y regocijo por el Nacimiento del Salvador, a causa de quien habían
venido desde tan lejos y no veían en todas partes más que indiferencia y desdén.
Esto les entristecía y les inquietaba, y pensaban haberse equivocado en su idea
de encontrar al Salvador.

La caravana podía ser ahora de unas doscientas personas y, ocupaba más o menos
el trayecto de un cuarto de legua. Ya desde Causur se les había agregado cierto
número de personas distinguidas y otras se unieron a ellos más tarde. Los tres
Reyes iban sentados sobre tres dromedarios y otros tres de estos animales
llevaban el equipaje. Cada Rey tenía cuatro hombres de su tribu; la mayor parte
de los acompañantes montaban sobre cabalgaduras muy rápidas, de airosas cabezas.
No sabría decir si eran asnos o caballos de otra raza, pero se parecían mucho a
nuestros caballos. Los animales que utilizaban las personas más distinguidas
tenían bellos arneses y riendas, adornados de cadenas y estrellas de oro.
Algunos del séquito de los Reyes se desprendieron del cortejo y entraron en la
ciudad, regresando con soldados y guardianes.

La llegada de una caravana tan numerosa en una época en que no se celebraba
fiesta alguna, y no siendo por razones de comercio, y llegando por el camino que
llegaban, era algo muy extraordinario. A todas las preguntas que se les hacía
respondían hablando de la estrella que los había guiado y del Niño recién
Nacido. Nadie comprendía nada de este lenguaje, y los Reyes se turbaron mucho,
pensando que tal vez se habían equivocado, puesto que no encontraban a uno
siquiera que supiese algo relacionado con el Niño Salvador del mundo, Nacido
allí, en sus tierras. Todos miraban con sorpresa a los Reyes, sin comprender el
por qué de su venida ni lo que buscaban.

Cuando estos guardianes de la puerta vieron la generosidad con que trataban los
Reyes a los mendigos que se acercaban, y cuando oyeron decir que deseaban
alojamiento, que pagarían bien, y que entretanto deseaban hablar al rey Herodes,
algunos entraron en la ciudad y se sucedió una serie de idas y venidas, de
mensajeros y de explicaciones, mientras los Reyes se entretenían con toda la
suerte de gentes que se les había acercado. Algunos de estos hombres habían oído
hablar de un Niño Nacido en Belén; pero no podían siquiera pensar que pudiera
tener relación con la venida de los Reyes, sabiendo que se trataba de padres
pobres y sin importancia. Otros se burlaban de la credulidad de los Reyes.

Conforme a los mensajes que traían los hombres de la ciudad, comprendieron que
Herodes nada sabía del Niño. Como tampoco habían contado con encontrarse con el
rey Herodes, se afligieron mucho más y se inquietaron sumamente, no sabiendo qué
actitud tomar en presencia del rey ni qué iban a decirle. Con todo, a pesar de
su tristeza, no perdieron el ánimo y se pusieron a rezar. Volvió el ánimo a su
atribulado espíritu y se dijeron unos a otros: «Aquél que nos ha traído hasta
aquí con tanta celeridad, por medio de la luz de la estrella, Ése mismo podrá
guiarnos de nuevo hasta nuestras casas».

Al fin regresaron los mensajeros, y la caravana fue conducida a lo largo de los
muros de la ciudad, haciéndola entrar por una puerta situada no lejos del
Calvario. Los llevaron a un gran patio redondo rodeado de caballerizas, con
alojamientos no lejos de la plaza del pescado, en cuya entrada encontraron
algunos guardianes. Los animales fueron llevados a las caballerizas y los
hombres se retiraron bajo cobertizos, junto a una fuente que había en medio del
gran patio. Este patio, por uno de sus costados tocaba con una altura; por los
otros estaba abierto, con árboles delante. Llegaron después unos empleados,
quizás aduaneros, que de dos en dos inspeccionaron los equipajes de los viajeros
con sus linternas.

El palacio de Herodes estaba más arriba, no lejos de este edificio, y pude ver
el camino que llevaba hasta él iluminado con linternas y faroles colocados sobre
perchas. Herodes envió a un mensajero encargado de conducirle en secreto a su
palacio al rey Teokeno. Eran las diez de la noche. Teokeno fue recibido en una
sala del piso bajo por un cortesano de Herodes, que le interrogó sobre el objeto
de su viaje. Teokeno dijo con simplicidad todo lo que se le preguntaba y rogó al
hombre que preguntara al rey Herodes dónde había nacido el Niño, Rey de los
Judíos, y dónde se hallaba, ya que habían visto su estrella y habían venido tras
de ella. El cortesano llevó su informe a Herodes, que se turbó mucho al
principio; pero disimulando su malcontento hizo responder que deseaba tener más
datos relativos sobre ese suceso y que entretanto instaba a los reyes a que
descansasen, añadiendo que al día siguiente hablaría con ellos y les daría a
conocer todo lo que lograse saber sobre el asunto.

Volvió Teokeno y no pudo dar a sus compañeros noticias consoladoras; por otra
parte, no se les había preparado nada para que pudiesen reposar y mandaron
rehacer muchos fardos que habían sido abiertos. Durante aquella noche no
pudieron descansar y algunos de ellos andaban de un lado a otro como buscando la
estrella que los había guiado. Dentro de la ciudad de Jerusalen había gran
quietud y silencio; pero en torno de los Reyes había agitación, y en el patio se
tomaban y daban toda clase de informes. Los Reyes pensaban que Herodes lo sabía
todo perfectamente, pero que trataba de ocultarles la verdad.

 Se celebraba una gran fiesta esa noche en el palacio de Herodes al tiempo de la
visita de Teokeno, porque veía las salas iluminadas. Iban y venían toda clase de
hombres y mujeres ataviadas sin decencia alguna. Las preguntas de Teokeno sobre
el rey recién Nacido turbaron el ánimo de Herodes, el cual llamó en seguida a su
palacio a los príncipes, a los sacerdotes y a los escribas de la Ley. Los he
visto acudir al palacio antes de la media noche con rollos escritos. Traían sus
vestiduras sacerdotales, llevaban condecoraciones sobre el pecho y cinturones
con letras bordadas. Había unos veinte de estos personajes en torno de Herodes,
que preguntó dónde debía ser el lugar del Nacimiento del Mesías. Los vi cómo
abrían sus rollos y mostraban con el dedo pasajes de la Escritura:
«Debe nacer en Belén de Judá, porque así está escrito en el profeta Miqueas. Y
tú Belén, no eres la más mínima entre los príncipes de Judá, pues de ti ha de
nacer el jefe que gobernará mi pueblo en Israel».
Después vi a Herodes con algunos de ellos paseando por la terraza del palacio,
buscando inútilmente la estrella de la que había hablado Teokeno. Se mostraba
muy inquieto. Los sacerdotes y escribas le hicieron largos razonamientos
diciendo que no debía hacer caso ni dar importancia a las palabras de los Reyes
Magos, añadiendo que aquellas gentes son amigas de lo maravilloso y se imaginan
siempre grandes fantasías con sus observaciones estelares. Decían que si algo
hubiera habido en realidad se hubiera sabido en el Templo y en la ciudad santa,
y que ellos no podrían haberlo ignorado.

VIDA DE LA VIRGEN MARÍA LIX.

LIX
Llegada de Santa Ana a Belén

He visto a Santa Ana con María de Helí, una criada, un servidor y dos asnos
pasando la noche a poca distancia de Betania, de camino para Belén. José había
completado los arreglos tanto en la gruta del Pesebre como en las grutas
laterales, para recibir a los Reyes Magos, cuya llegada había anunciado María,
mientras se hallaban en Causur, y también para hospedar a los venidos de
Nazaret. José y María se habían retirado a otra gruta con el Niño, de modo que
la del Pesebre se encontraba libre, no quedando en ella más que el asno. Si mal
no recuerdo José había pagado ya el segundo de los impuestos hacía algún tiempo,
y nuevas personas venidas de Belén para ver al Niño tuvieron la dicha de tomarlo
en sus brazos. En cambio, cuando otras lo querían alzar, lloraba y volvía la
cabeza.

He visto a la Virgen tranquila en su nueva habitación discretamente arreglada:
el lecho estaba contra la pared y el Niño Jesús se encontraba a su lado, en una
cesta larga, hecha de cortezas, acomodada sobre una horqueta. Un tabique hecho
de zarzos separaba el lecho de María y la cuna del Niño del resto de la gruta.
Durante el día, para no estar sola, se sentaba delante del tabique con el Niño a
su lado. José descansaba en otra parte retirada de la gruta. Lo he visto
llevando alimentos a María, servidos en una fuente, como también ofrecerle un
cantarillo con agua. Esta noche comenzaba un día de ayuno: todos los alimentos
debían estar preparados para el día siguiente; el fuego estaba cubierto y las
aberturas veladas.

Entretanto había llegado Santa Ana con la hermana mayor de María y una criada.
Estas personas debían pasar la noche en la gruta de Belén: por eso la Sagrada
Familia se había retirado a la gruta lateral. Hoy he visto a María que ponía el
Niño en los brazos de Santa Ana. Esta se hallaba profundamente conmovida. Había
traído consigo colchas, pañales y varios alimentos, y dormía en el mismo sitio
donde había reposado Isabel. María le relató todo lo sucedido. Ana lloraba en
compañía de María. El relato fue alegrado por las caricias del Niño Jesús. Hoy
vi a la Virgen volver a la gruta del Pesebre y al pequeño Jesús acostado allí de
nuevo. Cuando José y María se encuentran solos cerca del Niño, los veo a menudo
ponerse en adoración ante Él. Hoy vi a Ana cerca del Pesebre con María en una
actitud reverente, contemplando al Niño Jesús con sentimiento de gran fervor. No
sé si las personas venidas con Ana habían pasado la noche en la gruta lateral o
habían ido a otro lugar; creo que estaban en otro sitio.

Ana trajo diversos objetos para el Niño y la Madre. María ha recibido ya muchas
cosas desde que se encuentra aquí; pero todo sigue pareciendo muy pobre porque
María reparte lo que no es absolutamente necesario. Le dijo a Ana que los Reyes
llegarían muy pronto y que su llegada causaría gran impresión. Esta misma noche,
después de terminado el Sábado, vi que Ana con sus acompañantes se retiró de la
compañía de María, durante la estadía de los Reyes, a casa de su hermana casada,
para volver después. Ya no recuerdo el nombre de la población, de la tribu de
Benjamín, que se compone de algunas casas, en una llanura y se encuentra a media
legua del último lugar del alojamiento de la Santa Familia en su viaje a Belén.

VIDA DE LA VIRGEN MARÍA XXI (Este capítulo debió ser publicado anteriormente)

XXI
Presentación de la Niña María en el Templo

Esta mañana fueron al Templo: Zacarías, Joaquín y otros hombres. Más tarde fue
llevada María por su madre en medio de un acompañamiento solemne. Ana y su hija
María Helí, con la pequeña María Cleofás, marchaban delante; iba luego la santa
niña María con su vestidito y su manto azul celeste, los brazos y el cuello
adornados con guirnaldas: llevaba en la mano un cirio ceñido de flores. A su
lado caminaban tres niñitas con cirios semejantes. Tenían vestidos blancos,
bordados de oro y peplos celestes, como María, y estaban rodeadas de guirnaldas
de flores; llevaban otras pequeñas guirnaldas alrededor del cuello y de los
brazos. Iban en seguida las otras jóvenes y niñas vestidas de fiesta, aunque no
uniformemente. Todas llevaban pequeños mantos. Cerraban el cortejo las demás
mujeres.

Como no se podía ir en línea recta desde la posada al Templo, tuvieron que dar
una vuelta pasando por varias calles. Todo el mundo se admiraba de ver el
hermoso cortejo y en las puertas de varias casas rendían honores. En María se
notaba algo de santo y de conmovedor. A la llegada de la comitiva he visto a
varios servidores del Templo empeñados en abrir con grande esfuerzo una puerta
muy alta y muy pesada, que brillaba como oro y que tenía grabadas varias
figuras: cabezas, racimos de uvas y gavillas de trigo. Era la Puerta Dorada. La
comitiva entró por esa puerta. Para llegar a ella era preciso subir cincuenta
escalones; creo que había entre ellos algunos descansos. Quisieron llevar a
María de la mano; pero ella no lo permitió: subió los escalones rápidamente, sin
tropiezos, llena de alegre entusiasmo. Todos se hallaban profundamente
conmovidos.

Bajo la Puerta Dorada fue recibida María por Zacarías, Joaquín y algunos
sacerdotes que la llevaron hacia la derecha, bajo la amplia arcada de la puerta,
a las altas salas donde se había preparado una comida en honor de alguien. Aquí
se separaron las personas de la comitiva. La mayoría de las mujeres y de las
niñas se dirigieron al sitio del Templo que les estaba reservado para orar.
Joaquín y Zacarías fueron al lugar del sacrificio. Los sacerdotes hicieron
todavía algunas preguntas a María en una sala y cuando se hubieron retirado,
asombrados de la sabiduría de la niña, Ana vistió a su hija con el tercer traje
de fiesta, que era de color azul violáceo y le puso el manto, el velo y la
corona ya descritos por mí al relatar la ceremonia que tuvo lugar en la casa de
Ana.

Entre tanto Joaquín había ido al sacrificio con los sacerdotes. Luego de recibir
un poco de fuego tomado de un lugar determinado, se colocó entre dos sacerdotes
cerca del altar. Estoy demasiada enferma y distraída para dar la explicación del
sacrificio en el orden necesario. Recuerdo lo siguiente: no se podía llegar al
altar más que por tres lados. Los trozos preparados para el holocausto no
estaban todos en el mismo lugar, sino puestos alrededor, en distintos sitios. En
los cuatro extremos del altar había cuatro columnas de metal, huecas, sobre las
cuales descansaban cosas que parecían caños de chimenea. Eran anchos embudos de
cobre terminados en tubos en forma de cuernos, de modo que el humo podía salir
pasando por sobre la cabeza de los sacerdotes que ofrecían el sacrificio.

Mientras se consumía sobre el altar la ofrenda de Joaquín, Ana fue con María y
las jóvenes que la acompañaban, al vestíbulo reservado a las mujeres. Este lugar
estaba separado del altar del sacrificio por un muro que terminaba en lo alto en
una reja. En medio de este muro había una puerta. El atrio de las mujeres, a
partir del muro de separación, iba subiendo de manera que por lo menos las que
se hallaban más alejadas podían ver hasta cierto punto el altar del sacrificio.
Cuando la puerta del muro estaba abierta, algunas mujeres podían ver el altar.

María y las otras jóvenes se hallaban de pie, delante de Ana, y las demás
parientas estaban a poca distancia de la puerta. En sitio aparte había un grupo
de niños del Templo, vestidos de blanco, que tañían flautas y arpas. Después del
sacrificio se preparó bajo la puerta de separación un altar portátil cubierto,
con algunos escalones para subir. Zacarías y Joaquín fueron con un sacerdote
desde el patio hasta este altar, delante del cual estaba otro sacerdote y dos
levitas con rollos y todo lo necesario para escribir. Un poco atrás se hallaban
las doncellas que habían acompañado a María. María se arrodilló sobre los
escalones; Joaquín y Ana extendieron las manos sobre su cabeza. El sacerdote
cortó un poco de sus cabellos, quemándolos luego sobre un brasero. Los padres
pronunciaron algunas palabras, ofreciendo a su hija, y los levitas las
escribieron.

Entretanto las niñas cantaban el salmo «Eructavit cor meum verbum bonum» y los
sacerdotes el salmo «Deus deorum Dominus locutus est» mientras los niños tocaban
sus instrumentos. Observé entonces que dos sacerdotes tomaron a María de la mano
y la llevaron por unos escalones hacia un lugar elevado del muro, que separaba
el vestíbulo del Santuario. Colocaron a la niña en una especie de nicho en el
centro de aquel muro, de manera que ella pudiera ver el sitio donde se hallaban,
puestos en fila, varios hombres que me parecieron consagrados al Templo. Dos
sacerdotes estaban a su lado; había otros dos en los escalones, recitando en
alta voz oraciones escritas en rollos.

Del otro lado del muro se hallaba de pie un anciano príncipe de los sacerdotes,
cerca del altar, en un sitio bastante elevado que permitía vérsele el busto. Yo
lo vi presentando el incienso, cuyo humo se esparció alrededor de María. Durante
esta ceremonia vi en torno de María un cuadro simbólico que pronto llenó el
Templo y lo oscureció. Vi una gloria luminosa debajo del corazón de María y
comprendí que ella encerraba la promesa de la sacrosanta bendición de Dios. Esta
gloria aparecía rodeada por el arca de Noé, de manera que la cabeza de María se
alzaba por encima y el arca tomaba a su vez la forma del Arca de la Alianza,
viendo luego a ésta corno encerrada en el Templo.

Luego vi que todas estas formas desaparecían mientras el cáliz de la santa Cena
se mostraba fuera de la gloria, delante del pecho de María, y más arriba, ante
la boca de la Virgen, aparecía un pan marcado con una cruz. A los lados
brillaban rayos de cuyas extremidades surgían figuras con símbolos místicos de
la Santísima Virgen, como todos los nombres de las Letanías que le dirige la
Iglesia. Subían, cruzándose desde sus hombros, dos ramas de olivo y de ciprés, o
de cedro y de ciprés, por encima de una hermosa palmera junto con un pequeño
ramo que vi aparecer detrás de ella. En los espacios de las ramas pude ver todos
los instrumentos de la pasión de Jesucristo. El Espíritu Santo, representado por
una figura alada que parecía más forma humana que paloma, se hallaba suspendido
sobre el cuadro, por encima del cual vi el cielo abierto, el centro de la
celestial Jerusalén, la ciudad de Dios, con todos sus palacios, jardines y
lugares de los futuros santos. Todo estaba lleno de ángeles, y la gloria, que
ahora rodeaba a la Virgen Santísima, lo estaba con cabezas de estos espíritus.
¡Ah, quién pudiera describir estas cosas con palabras humanas!…

Se veía todo bajo formas tan diversas y tan multiformes, derivando unas de las
otras en tan continuada transformación, que he olvidado la mayor parte de ellas.
Todo lo que se relaciona con la Santísima Virgen en la antigua y en la nueva
Alianza y hasta en la eternidad, se hallaba allí representado. Sólo puedo
comparar esta visión a otra menor que tuve hace poco, en la cual vi en toda su
magnificencia el significado del santo Rosario. Muchas personas, que se creen
sabias, comprenden esto menos que los pobres y humildes que lo recitan con
simplicidad, pues éstos acrecientan el esplendor con su obediencia, su piedad y
su sencilla confianza en la Iglesia, que recomienda esta oración. Cuando vi todo
esto, las bellezas y magnificencias del Templo, con los muros elegantemente
adornados, me parecían opacos y ennegrecidos detrás de la Virgen Santísima. El
Templo mismo parecía esfumarse y desaparecer: sólo María y la gloria que la
rodeaba lo llenaba todo.

Mientras estas visiones pasaban delante de mis ojos, dejé de ver a la Virgen
Santísima bajo forma de niña: me pareció entonces grande y como suspendida en el
aire. Con todo veía también, a través de María, a los sacerdotes, al sacrificio
del incienso y a todo lo demás de la ceremonia. Parecía que el sacerdote estaba
detrás de ella, anunciando el porvenir e invitando al pueblo a agradecer y a
orar a Dios, porque de esta niña habría de salir algo muy grandioso. Todos los
que estaban en el Templo, aunque no veían lo que yo veía, estaban recogidos y
profundamente conmovidos. Este cuadro se desvaneció gradualmente de la misma
manera que lo había visto aparecer. Al fin sólo quedó la gloria bajo el corazón
de María y la bendición de la promesa brillando en su interior. Luego
desapareció también y sólo vi a la niña María adornada entre los sacerdotes.

Los sacerdotes tomaron las guirnaldas que estaban alrededor de sus brazos y la
antorcha que llevaba en la mano, y se las dieron a las compañeras. Le pusieron
en la cabeza un velo pardo y la hicieron descender las gradas, llevándola a una
sala vecina, donde seis vírgenes del Templo, de mayor edad, salieron a su
encuentro arrojando flores ante ella. Detrás iban sus maestras, Noemí, hermana
de la madre de Lázaro, la profetisa Ana y otra mujer. Los sacerdotes recibieron
a la pequeña María, retirándose luego.

Los padres de la Niña, así como sus parientes más cercanos, se encontraban allí.
Una vez terminados los cantos sagrados, despidióse María de sus padres. Joaquín,
que estaba profundamente conmovido, tomó a María entre sus brazos y apretándola
contra su corazón, dijo en medio de las lágrimas: «Acuérdate de mi alma ante
Dios». María se dirigió luego con las maestras y varias otras jóvenes a las
habitaciones de las mujeres, al Norte del Templo. Estas habitaban salas abiertas
en los espesos muros del Templo y podían, a través de pasajes y escaleras, subir
a los pequeños oratorios colocados cerca del Santuario y del Santo de los
Santos. Los deudos de María volvieron a la sala contigua a la Puerta Dorada,
donde antes se habían detenido quedándose a comer en compañía de los sacerdotes.
Las mujeres comían en sala aparte.

He olvidado, entre otras muchas cosas, por qué la fiesta había sido tan
brillante y solemne. Sin embargo, sé que fue a consecuencia de una revelación de
la voluntad de Dios. Los padres de María eran personas de condición acomodada y
si vivían pobremente era por espíritu de mortificación y para poder dar más
limosnas a los pobres. Así es cómo Ana, no sé por cuánto tiempo, sólo comió
alimentos fríos. A pesar de esto trataban a la servidumbre con generosidad y la
dotaban. He visto a muchas personas orando en el Templo. Otras habían seguido a
la comitiva hasta la puerta misma.

Algunos de los presentes debieron tener cierto presentimiento de los destinos de
la Niña, pues recuerdo unas palabras que Santa Ana en un momento de entusiasmo
jubiloso dirigió a las mujeres, cuyo sentido era: «He aquí el Arca de la
Alianza, el vaso de la Promesa, que entra ahora en el Templo». Los padres de
María y demás parientes regresaron hoy a Bet-Horon.

VIDA DE LA VIRGEN MARÍA LVIII

País de los medos.

LVIII
El viaje de los Reyes Magos
He visto llegar hoy la caravana de los Reyes, por la noche, a una pobla ción
pequeña con casas dispersas, algunas rodeadas de grandes vallas. Me parece que
es éste el primer lugar donde se entra en la Judea. Aunque aquella era la
dirección de Belén, los Reyes torcieron hacia la derecha, quizás por no hallar
otro camino más directo. Al llegar allí su canto era más expresivo y animado;
estaban más contentos porque la estrella tenía un brillo extraordinario: era
como la claridad de la luna llena, y las sombras se veían con mucha nitidez. A
pesar de todo, los habitantes parecían no reparar en ella. Por otra parte eran
buenos y serviciales.

Algunos viajeros habían desmontado y los habitantes ayudaban a dar de beber a
las bestias. Pensé en los tiempos de Abrahán, cuando todos los hombres eran
serviciales y benévolos. Muchas personas acompañaron a la comitiva de los Reyes
Magos llevando palmas y ramas de árboles cuando pasaron por la ciudad. La
estrella no tenía siempre el mismo brillo: a veces se oscurecía un tanto;
parecía que daba más claridad según fueran mejores los lugares que cruzaban.
Cuando vieron los Reyes resplandecer más a la estrella, se alegraron mucho
pensando que sería allí donde encontrarían al Mesías. Esta mañana pasaron al
lado de una ciudad sombría, cubierta de tinieblas, sin detenerse en ella, y poco
después atravesaron un arroyo que se echa en el Mar Muerto. Algunas de las
personas que los acompañaban se quedaron en estos sitios. He sabido que una de
aquellas ciudades había servido de refugio a alguien en ocasión de un combate,
antes que Salomón subiera al trono. Atravesando el torrente, encontraron un buen
camino.

Esta noche volví a ver el acompañamiento de los Reyes que había aumentado a unas
doscientas personas porque la generosidad de ellos había hecho que muchos se
agregaran al cortejo. Ahora se acercaban por el Oriente a una ciudad cerca de la
cual pasó Jesús, sin entrar, el 31 de Julio del segundo año de su predicación.
El nombre de esa ciudad me pareció Manatea, Metanea, Medana o Madián. Había allí
judíos y paganos; en general eran malos. A pesar de atravesarla una gran ruta,
no quisieron entrar por ella los Reyes y pasaron frente al lado oriental para
llegar a un lugar amurallado donde había cobertizos y caballerizas. En este
lugar levantaron sus carpas, dieron de beber y comer a sus animales y tomaron
también ellos su alimento.

Los Reyes se detuvieron allí el jueves 20 y el viernes 21 y se pusieron muy
pesarosos al comprobar que allí tampoco nadie sabía nada del Rey recién nacido.
Les oí relatar a los habitantes las causas porque habían venido, lo largo del
viaje y varias circunstancias del camino. Recuerdo algo de lo que dijeron. El
Rey recién nacido les había sido anunciado mucho tiempo antes. Me parece que fue
poco después de Job, antes que Abrahán pasara a Egipto, pues unos trescientos
hombres de la Media, del país de Job (con otros de diferentes lugares) habían
viajado hasta Egipto llegando hasta la región de Heliópolis. No recuerdo por qué
habían ido tan lejos; pero era una expedición militar y me parece que habían
venido en auxilio de otros. Su expedición era digna de reprobación, porque
entendí que habían ido contra algo santo, no recuerdo si contra hombres buenos o
contra algún misterio religioso relacionado con la realización de la Promesa
divina.

En los alrededores de Heliópolis varios jefes tuvieron una revelación con la
aparición de un ángel que no les permitió ir más lejos. Este ángel les anunció
que nacería un Salvador de una Virgen, que debía ser honrado por sus
descendientes. Ya no sé cómo sucedió todo esto; pero volvieron a su país y
comenzaron a observar los astros. Los he visto en Egipto organizando fiestas
regocijantes, alzando allí arcos de triunfo y altares, que adornaban con flores,
y después regresaron a sus tierras. Eran gentes de la Media, que tenían el culto
de los astros. Eran de alta estatura, casi gigantes, de una hermosa piel morena
amarillenta. Iban como nómadas con sus rebaños y dominaban en todas partes por
su fuerza superior. No recuerdo el nombre de un profeta principal que se
encontraba entre ellos. Tenían conocimiento de muchas predicciones y observaban
ciertas señales trasmitidas por los animales. Si éstos se cruzaban en su camino
y se dejaban matar, sin huir, era un signo para ellos y se apartaban de aquellos
caminos.

Los Medos, al volver de la tierra de Egipto, según contaban los Reyes, habían
sido los primeros en hablar de la profecía y desde entonces se habían puesto a
observar los astros. Estas observaciones cayeron algún tiempo en desuso; pero
fueron renovadas por un discípulo de Balaam y mil años después las tres
profetisas, hijas de los antepasados de los tres Reyes, las volvieron a poner en
práctica. Cincuenta años más tarde, es decir, en la época a que habían llegado,
apareció la estrella que ahora seguían para adorar al nuevo Rey recién nacido.
Estas cosas relataban los Reyes a sus oyentes con mucha sencillez y sinceridad,
entristeciéndose mucho al ver que aquéllos no parecían querer prestar fe a lo
que desde dos mil años atrás había sido el objeto de la esperanza y deseos de
sus antepasados.

A la caída de la tarde se oscureció un poco la estrella a causa de algunos
vapores, pero por la noche se mostró muy brillante entre las nubes que corrían,
y parecía más cerca de la tierra. Se levantaron entonces rápidamente,
despertaron a los habitantes del país y les mostraron el espléndido astro.
Aquella gente miró con extrañeza, asombro y alguna conmoción el cielo; pero
muchos se irritaron aun contra los santos Reyes, y la mayoría sólo trató de
sacar provecho de la generosidad con que trataban a todos. Les oí también decir
cosas referentes a su jornada hasta allí. Contaban el camino por jornadas a pie,
calculando en doce leguas cada jornada. Montando en sus dromedarios, que eran
más rápidos que los caballos, hacían treinta y seis leguas diarias, contando la
noche y los descansos. De este modo, el Rey que vivía más lejos pudo hacer, en
dos días, cinco veces las doce leguas que los separaban del sitio donde se
habían reunido, y los que vivían más cerca podían hacer en un día y una noche
tres veces doce leguas. Desde el lugar donde se habían reunido hasta aquí habían
completado 672 leguas de camino, y para hacerlo, calculando desde el nacimiento
de Jesucristo, habían empleado más o menos veinticinco días con sus noches,
contando también los dos días de reposo.

La noche del viernes 21, habiendo comenzado el sábado para los judíos que
habitaban allí, los Reyes prepararon su partida. Los habitantes del lugar habían
ido a la sinagoga de un lugar vecino pasando sobre un puente hacia el Oeste. He
visto que estos judíos miraban con gran asombro la estrella que guiaba a los
Magos; pero no por eso se mostraron más respetuosos. Aquellos hombres
desvergonzados estuvieron muy importunos, apretándose como enjambres de avispas
alrededor de los Reyes, demostrando ser viles y pedigüeños, mientras los Reyes,
llenos de paciencia, les daban sin cesar pequeñas piezas amarillas,
triangulares, muy delgadas, y granos de metal oscuro. Creo por eso que debían
ser muy ricos estos Reyes. Acompañados por los habitantes del lugar dieron
vueltas a los muros de la ciudad, donde vi algunos templos con ídolos; más tarde
atravesaron el torrente sobre un puente, y costearon la aldea judía. Desde aquí
tenían un camino de veinticuatro leguas para llegar a Jerusalén.